Temblor recluido


ARTURO BORRA









-I-

Iba a decir algo de la ternura. De lo que se estremece ante lo inerme.

Iba a hablar de niños meciéndose en la ronda de la inocencia, de árboles que florecen, de algunos animalitos míos que regresan desde la infancia. Arrinconar la dulzura que contienen, dejarme vencer ante la vida diminuta que crece en lo vulnerado.

Como si al final solo contara esa conmoción, los párpados entreabiertos para abrazar la pequeñez de los latidos. Quizás así podría horadar las corazas que nos partieron y desbrozar la maleza que fue rodeando el corazón huérfano.

En el infierno bendecir la rama que se quiebra ante un golpe de viento es aprender a convivir. Dirán: «benditas las almas que tiemblan» justo antes de recluir el temblor en rituales administrados: aquí los cuidados, la lágrima que manifiesta el tembladeral, el pecho abierto a las gotas de lluvia, el rostro envejecido por los rigores del invierno o la desnudez del gesto trepidante ante el último yacimiento de mariposas; allá la insoportable inconsistencia del mundo, la catástrofe que se precipita sin siquiera relatos de fin de mundo.

También iba a decir algo de los valores sagrados que sangran cada día, del cinismo nuestro que crece como el dolor en cada rincón ignoto, de la arboleda asfixiada por el cielo sucio de enero, de esta tristeza enquistada en el costado más blando ante la sucesión de derrumbes.

Pero no hubiera sabido qué hacer con lo dicho.

Entonces repasar -como un alfabeto olvidado- las letras arrebatadas a la niñez.





-II-


Tristeza es decir «ternura» bajito
-entre ausencias.





-III-


¿Escribir el significante de lo que falta? ¿Lo que falta en la huella –la marea cálida que reservamos para los nuestros?





-IV-


Mejor sería decir: «hijo, enséñame a mirar» -si conociera algo más que un sitio secreto donde refugiarse de la lluvia.

¿Quiénes podrían ser los portadores del fuego?

El suelo arrasado no trae redención alguna.

Nosotros los irredentos no tenemos más luz que aquella que se apaga en medio del océano.





-V-

Iba a decir: «No os enternezcáis más que ante aquello que parece rígido o fuerte. Lo blando o lo débil ya suscitan un instante de ternura justo antes de ser aplastados por el peso del mundo o ser abandonados en una caja que no volveremos a abrir».

Pero esa también sería una forma de necrosis.

Otra manera de morir de indiferencia. 





-VII-

Entre dos necrosis –la ternura no alcanza.

¿Cómo podría revolucionar los pasos si no se expone ella misma a la infinita crueldad que la circunda?

Si hay indiferencia la ternura se convierte en coartada. Nadie reza así: «No os enternezcáis ante la cercanía. Estremeceos ante el dolor anónimo que crece en cada baldío». 

Pero nosotros no suplicamos más que a un altar vacío. Decimos: «aquí no gobierna más que la crueldad. ¿Cómo no pedir otro corazón?».





-VIII-

Tampoco exhortamos a nadie ni sorprende el homenaje a las hojas más frágiles sin conmoción ante el árbol hachado.

Enternece la superficie diminuta que recorre una mariquita -no la tierra calcinada que atraviesa, el desierto que ensanchamos como herencia inmortal, los cadáveres picoteados en la playa o la carroña de un ciervo desmembrado.

Hasta los terneros enternecen a los comensales sentados en la sobreabundancia. Hasta los dioses sollozan antes de estallar en diez plagas y lanzar todas las imprecaciones, haciendo de su voluntad un terremoto, una inundación, un cataclismo.

¡Oh fuego purificador, no tenemos más que narices puntiagudas!

Decimos: «cuánta ternura» mientras cerramos los ojos y abrazamos desde la altura un ratoncito, un caracol, un pájaro encarcelado. Desde hace tiempo lo que enternece coexiste con humanidades famélicas, al borde del hambre. Las plañideras seguirán alzando plegarias en el ritual de las extinciones. Y nosotros seguiremos cantando al temblor como una invocación del significante que falta.





-IX-

Desde cuándo la frontera se ensanchó tanto: aquí nosotros conmovidos por los vidrios rotos; allá los otros destrozados por el vidrio.

En esta jaula rezamos así:
Danos señor la ternura –el gozo de las pieles delicadas,
danos su indefensión fuera de las violencias del deseo:
protégenos de la crueldad que damos cada día
y líbranos del amor de los manantiales
que odian los sumideros donde desembocan.
 




-X-


Después todos sabemos que no hay amor suficiente para lavar la inmundicia del mundo ni odio demasiado extenso para barrerlo todo de una vez.
 
Ternura no es decir claudicación. Quizás promesa de un lecho donde el agua fluya sin delta que la separe. 
 




-XI-


«Pero padre, ¿tu corazón se ha vuelto piedra? ¿Acaso no ves que me incendio de soledad?».

No tenía respuestas que no fueran fugas.

Y lloramos en silencio.





-XII-

Después pronuncié una plegaria: «Dame hijo tu asombro para mirar de nuevo» y mi hijo se alzó y no hubo otra lección que abrazarnos en el llanto hasta volver a reír y dejarnos de historias apócrifas para dormir, terminar en los álbumes de los filatelistas o en la celda de místicos devotos que llenan las paredes con oraciones que conjuren las piras purificadoras de los obispos y expíen su pena de tierra.
 
«No entramos en estos muros» podría haberle dicho:
 
abrir un espacio
 
e s p a c i a r- s e
 
para que el otro ingrese
dentro de la contabilidad:
 
¿levantás algo más que polvo?
                                                   

¿quién te cuenta en lo desclasificado?
 

La conmoción ante lo próximo es estallido controlado: una astucia del corazón o un refugio de las lágrimas que se secan en la otra orilla.  
 
No hay amor que no sea coartada si no se derrama sobre el dolor del mundo.





-XIII-
 
Tanto yo mentolado y no hay ternura que alcance si no se desplaza hasta el núcleo de lo rechazado.

Estremecerse en todo lo que late –el corazón de un bosque, el frío de una manada, el duraznero hachado en la casa de la infancia. Aunque sea herida, hemorragia, imperativo insostenible como no sea naufragando.

Aquí hay diques/ empalizadas/ paredes que crecen en los laterales de lo humano:

un gozne
que nos separa.


Aquí hay castores que dividen el río, hienas buscando el hueso, ángeles del desprecio o sacerdotisas del desdén impartiendo sus lecciones de altura que callan ante toda esa oscuridad del subsuelo que nos mancha.
 
La épica ha muerto: no tenemos más que pezuñas arrastradas en el fango, moradores del vacío que inventan fantasmas para habitarlo, camaleones fingiendo su agonía para cercar a su presa, toda una fauna extinta, una insensibilidad cultivada, una belleza vencida.

-¿No lo ves hijo? Ni siquiera somos capaces de disimular la miseria que nos crece dentro: esta caridad que mira hacia abajo o la envidia hacia arriba. Decime: ¿qué arrojamos de nosotros mismos en cada repudio?
 




-XIV-


Iba a decir algo de la ternura como refugio ante la pesadumbre del mundo. Como alzar un cadáver para exhumarlo y restituir su dignidad en la procesión fúnebre. Como la historia de un duelo donde amar no es salvarse de la intemperie ni protegerse en una reserva de bisontes. 





-XV-

Iba a decir algo pero abracé a mi hijo.

Mi hijo me abrazó y entre ambos inventamos una promesa impronunciable para naufragar.