Soslayos

LAIA LÓPEZ MANRIQUE




(I)

Soñé que perdía animales, por mi sola culpa y en todos los sitios: me distraía, los descuidaba, se iban. Cuando me daba cuenta ya se habían marchado, y los empezaba a buscar por la ciudad entera, barriendo las calles con la suela de unos zapatos demasiado altos, llorando. Preguntaba en los taxis, en los aparcamientos, en los supermercados, en las puertas de los colegios. Los niños me miraban asustados, los taxistas negaban con la cabeza como si estuvieran ante alguien completamente idiota . Descaminada, dijo uno. ¿Ha visto a un perro con patitas finas y extremadamente largas como las de un sambar? Tiene una mancha blanca encima del ojo derecho, el resto del pelaje es marrón y el hocico despunta hacia afuera, incisivo como un rifle. Cuando ese perro mira a un humano, ocurre algo que nunca sucede cuando un humano mira a otro. Hay algo despiadado en la mirada de ese perro y hay, además otra cosa, una hebra que ladea hacia lo liso, hacia el placer. Nadie lo comprendía. Decían que sí, que sí, pero nadie. ¿Qué buscas?¿A quién estás buscando?


(Mi madre decía que no le importaba que perdiera animales, que ellos eran libres de marcharse lejos de mí aunque aquel perro era de entre todos el que más había querido. Los perros vuelven, dijo. Sucios como las flores. Las arañas también, y la hormiga triste que salió desordenada por la ranura inferior de la ventana  volverá algún día. Y reía como un arca y los dientes descompuestos de su risa eran las cuerdas de una viola, arrancadas.)



(II)

Me caigo hacia el fondo de una cloaca, sorbida por el agua y el alcohol que he bebido, me caigo adentro, moviendo los brazos por fuera, extemporánea, perdida en  líquidos tan plúmbeos como las palabras, el peso muerto desequilibrando la levedad con su exacto parpadeo tenue, el frontispicio. Dentro de la cloaca, tragada por ella, solamente hay conjuntos, anillas y conjuntos, figuras que se cruzan como las gomas del pelo se enredan ahora entre mis dedos, intersecciones, esa forma de contacto, y  la voz de Julia R. que no he escuchado  nunca y me habla en el sueño, desde fuera de la cloaca, burlándose ligeramente al pronunciar mi nombre.


(III)

Los sueños me importaban hasta que dejé de recordarlos.
Durante mucho tiempo, el pulso siempre  se decantaba de su lado. Tenían toda la fuerza para sostenerme y para hundirme.
Escribía a través de los sueños y, al despertar, trataba de dilatar su duración con  una extraña sensación de desgarro al abandonarlos, una bofetada en la región occipital, un corte al lado del estómago. Disipada la bailarina que latía en su interior, el día se convertía en ciénaga y en rabia, la contradirección de los deseos y de las certezas.


(IV)

La gran tortuga milenaria que había sobre la mesa se empezó a despedir de todas nosotras, nos llamaba "las alambradas, las mujeres talmud", decía adiós con las patas y una lengua densa como la arcilla. Hablaba despacio, como si algo en su garganta la retuviera. Ella solo decía adiós-adiós, en series de dos cada vez, y después intentaba repetir lo de "las alambradas, las mujeres talmud" con un deje imposible, la voz de un viejo que es un niño y masca cartón mientras habla o se ahoga. "Adiós-adiós, las alambradas, las mujeres talmud", resollaba desde el centro de un tapete de ganchillo la tortuga grande y antigua; yo me acerqué para tocarla y me mordió la punta del dedo y después resonó en ella algo parecida a un graznido. La tortuga inadecuada, la anciana, se iba sin moverse, detenida en la mesa. "Me has hecho sangre", le dije, y ella seguía repitiendo esas palabras como una ceremonia de tortura, empeñada en desaparecer, clavada en su desaparición que no podía verse, mientras el dedo me dolía y la sangre no se terminaba de secar.

(...)