Sobrevivir (en) los márgenes: tres incursiones huérfanas 


RUBÉN MARTÍN 















La dificultad de procesar, digerir mediante los órganos habituales –palabras, conceptos, otras imágenes, las redes que una mente cultivada pudiera urdir con todo ello– unas imágenes, un discurso verbal que les acompaña. Por ejemplo, unas secuencias cuya misma textura parece corresponder a un documento arqueológico, rescatado de entre las ruinas que esas mismas secuencias documentan. Ruinas de lo que fueron espacios habitables, ruinas humanas que habitan en ellas, derruidas física y psicológicamente, mutiladas hasta rozar lo invisible (esto es: aquello cuya visión no puede tolerarse y se rechaza), el margen de los márgenes. “Pronto, todo esto será asolado hasta los cimientos. Este distrito será destruido. Y esta gente será llevada violentamente a refugios, prisiones y manicomios”.

Las imágenes, gastadas, rugosas, pertececen a un suburbio de Kishinev, Moldavia. Un anciano se santigua con los dos muñones de sus manos; un hombre con la expresión desencajada intenta calar un cigarrillo recostado en el asfalto, entre espasmos; una anciana arrastra una caja, no sabemos adónde, su espalda está tan torcida que casi forma un ángulo recto con sus piernas; un niño bebe en un cuenco el agua de la lluvia, con ojos febriles que miran al objetivo.

Los rostros enloquecidos de los mendigos, sus cuerpos derrengados, ocupan la pantalla con un silencio extático o un atareamiento incomprensible, como el de las formas de vida más primarias al ser contempladas al microscopio por un espectador profano. No hay sonido diegético: solo una voz en off, cuyo monólogo nos guía por las terribles vidas de estos seres solo para extraviarnos aún más. Se adhiere al mutismo de las imágenes con una violencia moral e intelectual insólita: “Empezarás a hablar más tarde cuando la gente haya agotado todas las combinaciones de palabras, y consumido su propio lenguaje. Ése será el momento en que hablarás (…). Mientras tanto, observar a la gente los hundirá en tu silencio. Llegará el tiempo en que la gente extraerá nuevas palabras de tu silencio. Completamente nuevas."









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El filme al que estas líneas intentan referirse es Ladoni (1993), de Artur Aristakisian. La voz en off es la del propio director, que convivió con los personajes de la cinta y los filmó durante meses. Aunque las secuencias grabadas podrían haber encajado en un documental sobre la miseria extrema en una ciudad de la Europa del Este, su soliloquio no puede estar más lejos de los estándares de este tipo de cine. Se trata de una epístola a un hijo no nacido aún, al que dirige una demoledora apología de la pobreza, la mendicidad, el despojamiento físico y mental más absoluto, como única vía de supervivencia frente lo que él llama ’el sistema’: “Si tu vida es perdonada, tendrás que vivir en el sistema. Pasarán los años, y empezarás a pensar en cómo abandonarlo. El primer camino para alcanzar la salvación es volverse loco. Sencillamente, enloquecer”. “Ya no es posible disentir, no tiene sentido, porque el sistema absorberá todo lo que tenga sentido. Por eso, hijo mío, debes armarte con la pobreza, y golpear primero al sistema”.

Es un discurso que desafía los límites morales del espectador y cualquier clasificación genérica, fusionando lo narrativo y lo filosófico, el anarquismo con un cristianismo radicalmente heterodoxo, la ternura desoladora con el mensaje apocalíptico (no en vano la única música presente en el filme son breves fragmentos del Dies Irae del réquiem de Verdi). En él, vamos conociendo las terribles historias de los mendigos, locos y desahuciados. Una multitud de seres destruidos, pero cuyas acciones y pensamientos desafían la lógica del sistema: un hombre que acoge a las fugitivas de un campo de concentración y les enseña el lenguaje de los pájaros; un joven mendigo que cree que todas las demás personas del mundo son ciegas como él; un anciano que siente cómo las fronteras del Estado de Israel pasan por su cabeza; la anciana que espera tumbada en el suelo a que la acumulación de sus azares alcance su 'masa crítica' y ello provoque el Segundo Advenimiento de Jesús; el mutilado que al santiguarse con sus manos inexistentes invalida el cisma de las Iglesias; la mujer encorvada que arrastra en una caja la cabeza de quien fue su primer amor. A través de la cámara y las palabras de Aristakisian, de la crudeza sobrecogedora de las imágenes y relatos, estas personas que “no le dejan nada al sistema, salvo sus cenizas” irradian una inocencia solo alcanzada a partir de la desposesión, y su silencio una alteridad radical, un vislumbre de lo sagrado, del mysterium tremendum et fascinans tal como lo describiera Rudolf Otto: una experiencia de lo totalmente otro que aterroriza y fascina al mismo tiempo, al poner en cuestión los fundamentos estables de la conciencia en una especie de falla ontológica.









Esta 'ruptura de nivel' se produce en Ladoni como una epifanía de los márgenes: de repente la visibilidad extrema de la fealdad, la miseria, los desheredados a los que se les ha negado hasta su mismo estatus de humanidad, invisibles para los transeúntes, excluidos no solo de la sociedad sino de nuestro mismo imaginario audiovisual –que si los muestra es tan solo como objetos a reinsertar en la escala de valores del mundo capitalista, tolerados solo como personajes del melodrama estereotipado de los reportajes televisivos, alimentando la fantasía de la buena conciencia y la conmiseración–, una visibilidad que exige a su vez un pensamiento marginal, una teología y una estética de los márgenes, donde la alianza inextricable de imagen y verbo (no jerarquizada sino recíproca, retroalimentativa) construye una ética de la supervivencia del cine como revelación. En este sentido, la afirmación de Aristakisian de que el principal personaje de Ladoni es el propio filme y las imágenes de los desposeídos son su ‘sangre vital’ significa mucho más que una boutade formalista:

Hoy día, el espectador ya no percibe el cine como milagro. Para él, es sólo otra forma de entretenimiento, emoción, excitación; por lo tanto, ha dejado de ser espectador para convertirse en una especie de cliente. Acude al cine para ser excitado y entretenido, si él es un espectador de mainstream; y para complacer y estimular su sistema cerebral, si pertenece a la élite intelectual. En cualquier caso, su capacidad de percibir el cine como lenguaje de símbolos o lenguaje simbólico, está desapareciendo progresivamente.1




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Acercarse a los márgenes, posicionarse en ellos y dar testimonio de lo 'totalmente otro', no es posible sin asumir una fragilidad al borde de la desaparición, un contagio de las estrategias de supervivencia de lo que allí habita. De ahí que las creaciones que regresan de esos márgenes no regresan indemnes: son obras desarraigadas, mendigas, de lenguaje mutilado, han pagado el peaje con alguna traición a su propia naturaleza de 'obras' hasta el punto en que esta clasificación u otras devienen inadecuadas, impropias; quedan huérfanas de género, de un espectador, lector u oyente predeterminados, pero al mismo tiempo redescubren y reconfiguran las posibilidades del medio que les permite regresar. Solo se puede entrar en ellas mediante una torsión de la postura -exigente, no pocas veces dolorosa-, un sentir/pensar in-cor-recto en términos de Chantal Maillard2, una disposición oblicua.

Por tanto quienes responden a estas exigencias tampoco quedan indemnes, pero obtienen entre otros dones la revelación de que “vivir no es suficiente” o de que, como afirmó Derrida en su última entrevista, “la supervivencia es la vida más allá de la vida, vida más que la vida (...), no es solo lo que queda: es la vida más intensa posible”3.




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Las huellas de ese regreso atraviesan también con toda intensidad la práctica fotográfica del marsellés Antoine d´Ágata, recopilada en el catálogo Anticorps (Editions Xavier Barral, 2012). Pese a pertenecer a la agencia Magnum, su trabajo está tan alejado de la ortodoxia del fotoperiodismo como Ladoni del cine documental o de denuncia. Una parte fundamental de su producción está consagrada asimismo a seres y lugares marginales: suburbios de Phnom Penh. Bangkok, Ciudad de México, Kiev, el inframundo nocturno de la droga y la prostitución, con el propósito confeso de “dar vida y representación a personas que no tienen visibilidad o, si la tienen, es de una manera estereotipada”4.

Aquel que detenga la mirada en una de las páginas de Anticorps, abierto este vasto volumen al azar, probablemente encontrará una imagen desenfocada, ‘movida’, de uno o más cuerpos desnudos cuyos límites se desintegran o confunden, el rostro borroso o distorsionado en una mueca animal (dientes que parecen prolongarse fuera de la mandíbula, facciones desencajadas o irrealmente relajadas), una tensión infártica tras la cual ni siquiera hay el contrapunto geométrico de las pinturas de Bacon sino una completa oscuridad, o acaso una mugrienta e indistinta habitación, interiores degradados, carentes de contexto reconocible, un no lugar cualquiera. Quizá los cuerpos se traben en un vértigo de piernas, brazos, sexos, como una araña monstruosa; quizá una aguja cuelgue de la piel que apenas contenga los huesos del costado, afilados o informes o elásticos; quizá una de esas figuras sea la del propio fotógrafo, aprisionado en el encuadre y penetrando con total explicitud anatómica a una de esas mujeres, o envuelto en el vapor del crack, o inyectándose heroína. La plasticidad y la precariedad del cuerpo, el cuerpo reblandecido, comerciado, degradado o sublimado, los cuerpos de la droga y el orgasmo, los instantes en que el rostro desvela su animalidad, su mandíbula interior, su anonimato íntimo. Ante cada imagen las impresiones se agolpan con violencia en el espectador, sin mediación racional posible: repugnancia, asombro, enmudecimiento, tristeza, fascinación, repulsa moral, tal vez una culpable excitación sexual.









La violencia de estas fotografías no es solo plástica, sino performativa: D'Ágata no se limita al rol de retratista o testigo, sino que convive con las prostitutas, contrata sus servicios, se droga con ellas, copula con ellas, a veces delega en otras personas el manejo la cámara, pierde voluntariamente el control de su técnica para hermanarse o confundirse con la materia humana que investiga, seres también depauperados, atrapados en los márgenes más abyectos del sociedad de consumo, en la que venden lo único que tienen. En mitad de tanta sordidez, a veces emerge una mirada tierna, un gesto compasivo, la indefensión aniñada de una mujer que duerme, trazas de una intimidad que hubiera sido inaccesible de otro modo. “Se encuentran donde están porque han sido negadas, desposeídas de todo (…). Encuentran maneras de existir, no importa lo repulsivas, intolerables, crueles, inmorales o brutales que sean. Y en ese particular contexto, en el que esas personas han terminado siendo despojadas y humilladas, es donde detecto la dignidad en su forma más pura”5.









Al igual que algunos periodistas han criticado a Artur Aristakisian por supuestamente aprovecharse de los indigentes para urdir un discurso artístico opuesto a cualquier intención de mejorar su situación miserable, sobre Antoine D´Ágata planea la acusación de amoralidad, de contribuir a la explotación de personas, de desarrollar un arte narcisista sin más sentido que la provocación. Sin embargo, también se trata de un creador duramente consciente que asume los riesgos de su apuesta formal y realiza in situ una crítica a los modos institucionalizados de representación. Frente a la práctica de la fotografía como testimonio que se pretende objetivo, el trabajo de D’Ágata se resiste a creer en la asepsia de un mundo retratado desde fuera y explicita el lugar que ocupa el fotógrafo, su responsabilidad directa en la situación plasmada (poniendo en juego incluso su integridad física y psicológica), como única postura ética dentro del documentalismo. No en vano una de las secciones de Anticorps está compuesta de una larga serie de fotografías digitales de archivo policial –quizá fotos de otras fotos, como atestiguaría la pobreza de la resolución– a modo de desolados e mecánicos retratos frontales de delincuentes, prostitutas, yonquis. “Las únicas fotografías que existen de verdad son las imágenes ‘inocentes’. Las encontramos en los álbumes familiares o en los archivos de la policía. Más allá de servir como simple documentación de la realidad o de un sentido estético, atestiguan el rol del fotógrafo, su implicación, la autenticidad de su posición en ese momento. Las composiciones de la luz, la narrativa, no son ya para mí problemas fundamentales sino superfluas mentiras”6  









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Cuerpos e identidades, rostros, psiques, por tanto, deformados, transformados hasta lo irreconocible en su lucha adaptativa por la supervivencia. No es solo dolor y sordidez, sino posibilidad de redención, asombro, libertad, mutabilidad. De nuevo, la voz de Aristakisian en Ladoni: “Hijo mío, por tu corazón se filtra el cuerpo de un mendigo. Es el más delicado de los cuerpos. Y con este cuerpo podrás abrazar a cualquier mujer. Este cuerpo siempre está desnudo. Está desnudo hasta el punto de ser invisible. No pertenece al sistema”.

El sistema en Ladoni no es una simple coartada, un término vacío, sino un ente invasivo y deshumanizador que se describe con rigor analítico a lo largo del metraje, un tumor social y espiritual cuyo único objetivo es perpetuarse a sí mismo. Devora externa e interiormente a la humanidad. El lenguaje y el pensamiento no han logrado escapar a él, como se expone en el cuarto capítulo de la película:

Para comprender lo que nos hacen a todos, deberíamos pensar de un modo diferente a los demás. Pero ¿cómo hacerlo si no quedan palabras? Si hubiera palabras, habría pensamientos. Lo que queda es aprender el lenguaje de los pájaros, y convertirse en un paria social, porque los escritores han agotado todas las palabras. El sistema les preparó una trampa. Fingió que temía sus palabras. Y ellos se dejaron engañar. No deberían haberle hablado al sistema en su lenguaje, pero siguieron haciéndolo, y su lengua nativa se convirtió en una columna de sal.




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¿Cómo escapar de esa esclerosis del cuerpo del lenguaje, a esa alienación del pensamiento? ¿Existen palabras ‘inocentes’, como las fotos de archivo de D’Ágata? ¿Es posible resistir en los márgenes, sobrevivir en ellos, y a ellos? En el territorio de la escritura podríamos referirnos a otras resistencias, como la de la mencionada Chantal Maillard, que explora la posibilidad de un pensamiento desde los márgenes de la conciencia y quebrantando su mismo lenguaje en el proceso; o la de la autora sueca Birgitta Trotzig, con su poética del escombro, el sedimento, la revelación palpitante a través de la mirada de los masacrados y desposeídos.
Pero aún a riesgo de que el salto parezca demasiado caprichoso, merece la pena atender a un caso de marginalidad y supervivencia, uno de los más radicales de la historia de la literatura –si consideramos el arte del haiku como tal, por ser distribuido y consumido en ese ámbito. Nos referimos a la vida y la escritura de Taneda Santôka (1882-1940), poeta, monje vagabundo y mendigo japonés.









Pese a que en nuestra imaginación los autores de haikus (haijin) aparezcan revestidos con un halo de atemporalidad, y el Japón de su época poco tenga que ver con la sociedad industrializada de nuestros países, Santôka es un poeta del siglo XX. Dentro de su tradición, su legado no es menos transgresor que el de sus más influyentes contemporáneos occidentales y suscita también polémicas en torno a su clasificación genérica. Rompe con la ortodoxia métrica del haiku, expandiendo su longitud o reduciéndolo según sus necesidades expresivas; ignora las barreras temáticas convencionales; introduce su yo en los versos de manera iconoclasta, todo ello hasta el punto en que hay estudiosos que no le consideran un haijin. Si Santôka escribe haikus o crea su propio género, su propia manera de habitar el lenguaje ajena a cualquier norma, es todavía motivo de desacuerdos.

Su biografía anterior a su conversión en monje se caracteriza por la mala fortuna, la torpeza y la desgracia. Su madre se suicida cuando él tiene once años, hereda de su padre el alcoholismo, sufre de crisis nerviosas, fracasa estrepitosamente en todos sus intentos de tener una vida respetada y tributable: los estudios de literatura, el trabajo, el matrimonio. Tras ser apaleado por los operarios del tren bajo cuyas ruedas intentó suicidarse, a los cuarenta y dos años se le ordena monje zen y se aparta del mundo urbano para siempre, sobreviviendo como peregrino a través de la mendicidad, llevando una existencia misérrima en contacto con la naturaleza. Desde entonces transcurrirá entre la soledad de los refugios, chozas o templos (“Pasan los días sin que nadie venga / La pimienta cada vez más roja”), y la de los senderos y caminos que no acaban (“No hay más que esta senda / Camino en soledad”). Estas circunstancias de aislamiento social y pobreza casi absolutos se transparentan en su escritura, donde la mera subsistencia se convierte en aware, el germen de asombro que subyace a todo haiku digno de tal nombre:


Lo que es hasta hoy
se me ha permitido vivir
Estiro las piernas

*

Profundamente emocionado
por seguir vivo
es hora de remendar mis ropas

*

Algo de vida queda:
me rasco el abdomen









En la poesía de Santôka hay una escucha del propio cuerpo llevada al margen más extremo, en el que las necesidades físicas primarias y la percepción de la naturaleza forman parte de un único movimiento de retorno al lenguaje, de un decir también adelgazado, un radical arte povera cuyo rigor expresivo se ciñe a sensaciones ínfimas, imperceptibles casi para quien no ha alcanzado su nivel de desposesión, pero que recogen en su mínimo latido la vastedad sensorial de su existencia como viajero y mendigo: “¡Qué cálida temperatura / la del piojo que he atrapado!”. Sería difícil encontrar otra obra poética en la que el hambre, el frío y la sed tomen tanto protagonismo que incluso en su ausencia atraviesan como una onda sísmica todas las palabras, convirtiéndolas en cuencos de mendigar, receptáculos del milagro de la supervivencia. Así el acto más básico para continuar viviendo, beber agua, recobra su carácter de experiencia numinosa:
 

La recojo y la alzo hacia la luna
La luminosidad del agua    

*

Acuciado por la muerte
¡el sabor del agua!

*

Caen las hojas
Desde ahora el agua
se vuelve más sabrosa

*

Llueve con sentimiento

y yo recojo el agua


Imposible no recordar a los niños indigentes de Ladoni, recogiendo y bebiendo de un plato el agua de lluvia. Frente a la tradición eminentemente visual y auditiva del haiku, Taneda Santôka es además un poeta del olfato, el gusto y el tacto, los sentidos más impenetrables para el lenguaje: “La temperatura cálida de la comida / va de una mano / a otra mano”. El cuerpo-Santôka, como el de los mendigos del filme de Aristakisian o las prostitutas de D’Ágata, es un cuerpo mutado por las huellas de la supervivencia, consciente en su vulnerabilidad extrema de formar parte de un continuo, una otredad; sus cinco sentidos se han agudizado, abren su potencial y desvelan la alienación a la que está sometido el cuerpo de quien lee, mediado por sus prótesis y esclavo de sus comodidades. El resultado no es solo un registro deslumbrante de la percepción (“La luz de la luna / penetra hasta el fondo / de mi estómago”) sino también la metonimia de un cosmos entero que resiste, un estar-en-el-mundo marginal donde la supervivencia se convierte en la vida más intensa posible, cuyo regreso a la lengua nativa mantiene la supervivencia de la misma a través de la orfandad, despojándose del yo y de la tradición sin ignorar su peso, sin atajos:


Asumiéndolo con calma
parece que hay que morir.
La hierba arde.




Notas:

1 Entrevista a Artur Aristakisian de Stojanova, Christina: “This film is dangerous”, Kino-Eye. News perspectives on European Film, nº 2, vol 2, enero del 2002. La traducción del inglés es mía.

2 “No es posible pensar cor-recta-mente: con la mente en línea recta. Pensar siempre es una indisciplina. Cuando se piensa de verdad, se abre una brecha en el discurso que ya había. Se piensa con un quiebro. Y en ese quiebro, quien piensa padece el quiebro al mismo tiempo. Es él quien se quiebra, y el sentir le aporta los instrumentos para el cambio. Su mesa de operaciones está dispuesta: vivir no es suficiente.”. Chantal Maillard, Filosofía en los días críticos, Pre-textos, 2001.

3 Entrevista a Jacques Derrida de Birnbaum, Jean: “Je suis en guerre contre moi-même”, Le Monde, 19 de agosto de 2004, traducción mía.

4 Entrevista a Antoine d’Ágata de Gras, Núria, Nikonistas.com, 2 de diciembre de 2008.

5 Entrevista a Antoine d’Ágata de Shamma, Raphael: “A simple desire to exist”, American Suburb X, 13 de marzo de 2013, traducción mía.

6 Antoine d’Ágata, “Until the world no longer exists”, American Suburb X, 6 de abril de 2012, traducción mía.

7 Estas versiones al castellano y las siguientes están extraídas de El monje desnudo.100 haikus, Miraguano, 2013 (traducción de Vicente Haya y Akiko Yamada) y Saborear el agua, Hiperión, 2004 (Vicente Haya e Hiroko Tsuji).