Sabiduría epidérmica


JORGE LARROSA










Pensó en lo tierno y escribió: blando, suave, tibio, redondeado. En el gusto es dulce. En el oído envolvente, sedoso o aterciopelado. También hay miradas tiernas, que es como si acariciasen; y entonces tiene una cualidad táctil la vista y los ojos son como yemas de dedos o como palmas de manos.

Ya sabían los antiguos que el tocar y el ser tocado es la base de toda sensibilidad; que en el animal humano el órgano del tocar, a la vez activo y pasivo, está extendido por todo el cuerpo. Entre uno y dos milímetros de espesor y alrededor de dos metros cuadrados de superficie en los adultos.

Todos los sentidos se basan en el con-tacto: los ojos tocan y son tocados por la luz, los oídos por las vibraciones del aire, la lengua y la nariz por los aromas y los sabores de las cosas. Aristóteles, en el último capítulo de Del alma, decía que “todos los sentidos perciben por un tocar”, que “lo sensible es lo mismo que lo tangible”, que lo que se da en el tacto se corresponde con “las cualidades del cuerpo en tanto que cuerpo”. Estar vivo es sentir. Sentir es tocar el mundo y ser tocado por él. Es por la sensación, por la aisthesis, por el afectar y el ser afectados, que los vivientes existen en tanto que vivientes. Y no hay sensación que no sea en lo esencial epidérmica, que no se dé, literalmente, en la piel.

En el Libro de las definiciones el aristotélico Avicena clasifica las cualidades de las superficies de los cuerpos. Distingue entre lo áspero y lo pulido, lo duro y lo blando, y añade lo tierno como la cualidad de “un cuerpo blando a punto de deshacerse”. La palabra que utiliza es al-rakhw que algunos traducen por flojo o fofo (en tanto que se oponen a lo firme o lo compacto). Tiernas serían pues las superficies lisas, blandas y vulnerables.


Dicen los diccionarios que la caricia es “un roce o toque suave de algo como el sol, la brisa o un sonido que causa una sensación grata”. Dicen también que viene de carus, querido, y que es una demostración cariñosa. Ternura y terneza tienen el prefijo tern, con el sentido de joven y de débil, de ahí ternasco o ternera. Y tiernos son los primeros brotes de las plantas, las frutas en agraz, los niños muy pequeños y los primeros verdes de las hojas recién nacidas.

Según Aristóteles en De las partes de los animales la carne humana es la más tierna de todas y la piel humana la más sensible y la más débil. El animal que somos está desprovisto de cualquier armadura natural, de cualquier envoltura que lo proteja, y por eso es el más expuesto. Añade enseguida que de esa condición depende la excelencia y la extrema delicadeza de uno de sus sentidos, el tocar, “el único en que es superior a los demás animales”. Pero se trata de una diferencia de intensidad y por eso el sentir es también lo que todos los vivientes comparten.

La ternura está relacionada con la delicadeza y con el cuidado. Está más cerca de la amabilidad o la amorosidad que del amor o el erotismo. Pertenece a lo pacífico, porque enternecerse tiene algo de desarmarse y las cosas tiernas son indefensas e inofensivas.

La caricia no palpa, no aprieta, no agarra. No quiere saber ni oprimir ni apresar ni poseer. Lo único que busca es demorarse en sí misma, y por eso no es un medio ni un prolegómeno. Porque no toma nada ni termina nada, la caricia es sólo cariño (que también viene de carus): un con-tacto cariñoso.

Emmanuel Levinas tematiza la ternura en Totalidad e infinito. Dice que la modalidad de lo tierno se asocia a una extrema vulnerabilidad, pero también a una extrema materialidad, como “un paroxismo de la materialidad”. Y dice que en lo tierno el ser “se desindividualiza y se aligera de su propio peso de ser”, como si hubiera una especie de abandono de nosotros mismos cuando nos entregamos a la ternura. Dice que “la caricia aspira a lo tierno”, que lo tierno “no es la cualidad de un ente”, que designa la modalidad del ser en tanto que “vulnerable y mortal”.

Lo carnal, “tierno y acariciable por excelencia”, no puede confundirse con el cuerpo-objeto ni con el cuerpo-individuo ni con el cuerpo-expresión ni con el cuerpo-actividad sino con el cuerpo en tanto que desnudez y exposición. Por eso no se acaricia una persona ni una cosa sino “una pasividad sin resistencia”, una especie de “anonimato animal o infantil”: lo que en cada viviente hay de carnalidad pura e indiferenciada. Aunque también es verdad que cada cual tiene su propia modalidad de ternura, su propia forma de acariciar y de dejarse acariciar; como si en la ternura fuéramos cualquiera y singulares al mismo tiempo, una especie de singularidad cualquiera o de cualquieridad singularizada, como si también hubiera modos particulares y propios de cada uno de carnalidad, de desnudez y de exposición.

Dice también que hay una pasión que com-padece la pasividad de lo tierno y que consuela de su fragilidad, aunque no haya sufrimiento. Como si la ternura y la carnalidad compartida por todo lo vivo nos hicieran a la vez compasivos y dignos de compasión: “toda pasión compadece la pasividad y la evanescencia de lo tierno”.

Y dice que el placer de los amantes “se absorbe en la complacencia de la caricia”. Como si la ternura hiciera posible tanto la compasión como la complacencia: “la ternura es una piedad que se complace, un placer, un sufrimiento que se puede transformar en dicha y una dicha que puede hacerse sufrimiento”. Tal vez por eso hay un acariciar placentero y complaciente, y un acariciar consolador, compasivo o piadoso, como si la caricia fuera placer y piedad al mismo tiempo. Como cuando nuestra madre nos ponía los labios en la frente para saber si teníamos fiebre.

El mismo Aristóteles, en Del alma, después de afirmar que “el tocar de los hombres supera en acuidad al de los animales” añade, sorprendentemente, que “por eso son los más inteligentes”. Alejandro de Afrodisia, siguiendo al maestro, dice en las Cuestiones que hay una relación entre la ternura de la carne y la potencia del intelecto, y que los hombres de piel dura (en griego pakhudermoi, de ahí paquidermos) son los más espesos en el pensamiento. Nada menos que Tomás de Aquino, en sus Comentarios de Aristóteles, insiste en que “la excelencia de su tocar es la razón por la que el hombre es el más inteligente de los animales”, en que “en la fineza del tacto, y no de los otros sentidos, distinguimos a los más dotados intelectualmente”, en que “aquellos cuyo tocar es más delicado tienen un natural más noble y son más sabios”. Y la palabra para inteligencia es phronesis, una especie de saber práctico, ligado a la materialidad de las cosas, que a veces se traduce por prudencia y que también compartimos con los animales.

Podría pensarse pues un conocimiento epidérmico, un saber del tocar y del ser tocado. Y si la ternura es una de las modalidades de lo táctil, de lo tangible en tanto que tierno, podría pensarse también en un saber de lo tierno del mundo, de esa cualidad vulnerable y mortal de lo vivo a la que sólo puede accederse a través de la ternura. Una sabiduría reservada a los seres no endurecidos, de piel sensible, esos que están a punto de deshacerse cuando sienten la caricia del sol, de la brisa, de un sonido grato o de unas manos delicadas, esos seres que acarician y son accesibles a la caricia.

Dice Aristóteles en uno de los textos que componen sus Tratados breves de historia natural, el que se titula Del sentido y la sensibilidad que el acto de sentir revela a los vivientes algo más fundamental que cualquier cualidad de lo sentido: el hecho bruto de que existen. Sentir cualquier cosa es sentirse uno mismo, sentirse existir, sentirse vivir. Habría entonces una especie de sentio ergo sum más antiguo y fundamental que el cogito ergo sum con el que Descartes inaugurará la idea moderna del conocimiento. Lo más elemental no sería la conciencia que tiene uno de sí pensando que piensa sino el sentimiento que tiene de sí sintiendo que siente.

Lo cuenta Semprún en La escritura o la vida. Es el 16 de marzo de 1944 en el pabellón de agonizantes de Buchenwald. El narrador ha tomado la mano de Maurice Halbwachs, enfermo de disentería, tan agotado “que no tenía fuerza ni para abrir los ojos”. Poco antes de morir hay “una respuesta de los dedos”, una ligera presión, un “mensaje casi imperceptible”. La ternura es aquí el con-tacto más puro, apenas el tomar de la mano a un moribundo. El signo más tenue del tocar y del ser tocado, del gesto elemental de dar y recibir en una piel aún sensible. Estamos solos en el morir, pero si alguien nos toca sentimos y sabemos que no nos morimos solos.

Paul Ricoeur comenta ese episodio en Vivo hasta la muerte y dice que no hay ahí esa relación en la que “el agonizante es un moribundo, aquél de quien se prevé que pronto estará muerto”, sino esa en la que “el agonizante es alguien aún vivo, alguien que apela a los recursos más profundos de la vida”, y que por eso el contacto lo es de acompañamiento y no “del espectador que prevé al ya muerto”. Acompañar, dice, “designa la actitud en virtud de la cual la relación con el muriente es con un agonizante que está vivo hasta la muerte y no con un moribundo que pronto será un muerto”. Añade que ese acompañar “no es identificante” y por eso su regla es “la justa distancia”, la misma que rige la amistad y la justicia. La ternura entonces como un tocar que acompaña guardando la distancia. Una relación sin fusión ni totalización o, dicho de otro modo, un tocar que toca lo que en el otro permanece siempre intocable pero que, al mismo tiempo, se entrega sin reservas a ser tocado. No hay sólo compasión y complacencia en la caricia sino también consentimiento.

En la Ética a Nicómaco hay un párrafo que elabora una curiosa relación entre sensibilidad y amistad. Empieza Aristóteles diciendo que “vivir forma parte de las cosas que son en sí mismas buenas y agradables” y que por eso “la existencia es lo más apreciable”. Continúa señalando una suerte de reflexividad en el sentirse vivo: “los que ven sienten que ven, los que oyen sienten que oyen, los que caminan sienten que caminan (…) de manera que sentimos que sentimos (…) y por eso la vida es por naturaleza un bien y el sentimiento de ese bien es en sí mismo grato”. Afirma después que “la actitud que adopta el virtuoso hacia sí mismo es también la que adopta hacia su amigo puesto que el amigo es un otro sí mismo, y de ahí se sigue que igual que la propia existencia es agradable para uno mismo del mismo modo lo es la del amigo”. Y termina diciendo que “tiene el sentimiento de que su amigo existe y eso es lo que ocurre cuando se vive a su lado”.

El amigo es el que no está delante ni detrás, ni encima ni debajo, sino al lado. No hace mucho tiempo que los amigos iban de la mano, al menos en el sur de España y de Italia, en Grecia y en los países árabes de la orilla del Mediterráneo. Tal vez porque en la mano del amigo sentimos con agrado no sólo que siente y que existe, algo que ya es en sí mismo grato, sino además su forma particular de existir y de sentir, que también nos es buena y agradable. La pregunta sería qué se da cuando se da la mano, qué tipo de dar es ese, qué tipo de tomar hay en tomar algo o alguien de la mano, qué significa ir con el amigo de la mano o, como se dice en portugués, ir con alguien “de manos dadas”.

Hay ternura en el gesto de Semprún de tocar la mano del amigo. Pero hay una ternura aún más pura en el gesto de Halbwachs de devolverle el toque, como dándole “un mensaje casi imperceptible”. Ricoeur interpreta el “mensaje” de Semprún al moribundo, pero se abstiene de comentar lo que puede significar la “respuesta de los dedos” de Halbwachs. Nos atrevemos a caracterizar la ternura que está del lado de la vida, pero qué difícil, tal vez imposible, decir algo de la que viene del lado de la muerte. Ese momento en que cada uno de los amigos va a irse por su lado, el uno a morir y el otro a seguir viviendo, que no hay lados más distintos que el de la vida y el de la muerte ni frontera más absoluta que la que las separa.
   
En otro de los tratados de Parva Naturalia, el que se titula Del sueño y la vigilia, dice Aristóteles que en el sueño hay una parte del alma que queda inactiva, la parte de la ideación y de la conciencia, pero que la parte sensitiva conserva cierta capacidad y potencia de percepción, por eso no desaparece, sino que retrocede, como si quedara latente o en segundo plano. Dice también que en el sueño se interrumpe también el movimiento, como si hubiera cierta pasividad y vulnerabilidad en el dormir. Y que por eso el estar dormido es “un estado fronterizo entre el ser y el no ser”; como si los durmientes se aliviasen del peso o de la carga de ser, como si el estar cada uno en sí mismo no se anulase, sino que apenas retrocediese. Como si no sólo el mundo alrededor sino el propio yo se fuera apagando y desvaneciendo. Y sólo quedara una especie de latencia, como un sentir sin sentir.

Roland Barthes, en una de las secciones que en Lo neutro dedica a las figuras de la delicadeza, habla del dormir juntos o, mejor, como él dice, del dormir de a dos. No le interesan los sueños (en el sentido onírico de la palabra) porque separan, solipsizan dice, son el arquetipo del soliloquio y, además, no le gusta que el psicoanálisis hable del trabajo del sueño y convierta el dormir en productivo, compartiendo así “la ideología del trabajo”. Por eso dice que “el sueño no forma parte del dormir” y que “la utopía del dormir es sin soñar”. Lo que le interesa es el torpor, el adormecimiento, y ese estar dormido sin soñar que, sin embargo, “tampoco es caída en la nada”. Se trata, dice, de “una especie de tiempo quieto (entre las mareas de la preocupación y la excitación) donde veo (bebo) la vida, el vivir, en su pureza, es decir, fuera del querer-vivir”. Dice que tiene una afinidad con la droga, también con la figura del tiempo suspendido, de lo sin proyecto y sin memoria. Y añade que “como utopía, el sueño sólo puede estar ligado no al uno sino al dos: no puede haber utopía solipsista”.

Hay ternura sin duda en el reposo deserotizado de los amantes en la cama, sobre todo si son viejos amantes. Algo parecido a este fragmento de Almudena Grandes que me ha mandado un amigo: “esa extraña ternura del cuerpo conocido que se va arruinando al ritmo de la ruina del propio cuerpo, ese cuerpo que siempre parece el mismo al abrazarlo en la cama, por las noches, pero que no lo es, porque ha cambiado, y su perfil es distinto del de antes, es distinta la textura de la piel, la progresiva blandura de la carne, el volumen que ocupa entre las sábanas, y sin embargo sigue siendo el mismo porque conserva la memoria de la cintura fina, las caderas redondas, las piernas esbeltas, los pechos firmes que el propio cuerpo ha ido perdiendo sin darse cuenta”.

Pero la modalidad de ternura que Barthes comenta es la que no pasa por la conciencia, ni siquiera por el conocimiento ya sin misterio de lo ya sabido, allí donde está abolido “el temor de la sorpresa”. De lo que se trata es de “la utopía del dormir de a dos tal vez deseada como acto de amor absoluto (…) Dormir enteramente entramado de confianza” y, un poco más adelante: “dormir: acto mismo de la confianza, acordarle a alguien el sueño, darle el poder de estar enteramente confiado, el acto mismo de la bondad”. Pero no dice nada del abrazo, ni de la caricia, ni del con-tacto, como si se tratara de un dormir confiado al lado de otro, cada uno en su lado, sin tocarse, en una especie de “incomunicación apacible”.

Y no deja de ser interesante que Barthes acabe el párrafo desplazándose hacia la muerte. Cita un epitafio tomado de los Epigramas bucólicos griegos de Teócrito: “Aquí yace el poeta Hiponax. Si eres malvado no te aproximes a su tumba. Si eres honesto y vienes de un lugar virtuoso no temas: siéntate y, si quieres, duerme”. Y comenta: “la ley moral quiere que se vele a los muertos: aquí es el muerto el que da el don del sueño: summum de la benevolencia”. El muerto y el vivo duermen uno al lado del otro. Es el estar dormido de cada uno el que le concede el sueño al otro.

La piedad exige que se vele a los muertos y se cumplan con ellos ciertas obligaciones. Pero en la relación con ellos también puede haber, y a veces hay, ternura. Hay rituales fúnebres en algunas culturas antiguas donde los vivos se drogan o se emborrachan hasta perder el sentido, porque perder la conciencia y quedarse dormido es como morirse, y así acompañan al muerto en su muerte. Nosotros pensamos que la frontera entre los muertos y los vivos es análoga a la que hay entre los dormidos y los despiertos, y por eso velamos, para convencernos de que cuando alguien se muere la vida sigue y nosotros con ella, y así nos quedamos tranquilos. Pero hay otros para quien la muerte de uno es la muerte de todos, y es todo el grupo el que muere un poco cuando alguien muere.

Los supervivientes, al dormirse, no sólo anticipan su propia muerte sino que la adelantan, como si quisieran juntarla con la de los demás y hacerla común y comunitaria. No dejan solo al muerto sino que, con su dormir, le conceden el don del sueño. Al día siguiente los vivos volverán a su vida, entregarán al muerto a la muerte definitiva y al olvido inevitable, pero habrán dormido juntos o al lado durante un tiempo, ni muerto del todo el que se va ni completamente vivos los que se quedan.
       
Trajeron el cadáver a casa al final de la tarde, desnudo, envuelto en un sudario. Lo pusieron en su cuarto y en su cama. En el cuarto de al lado la viuda y los hijos numerosos velaban. Nunca el muerto estuvo solo, que iban entrando de a uno en el dormitorio, se quedaban un rato y salían bañados en lágrimas. La esposa sacó la caja en la que guardaba las cartas de cuando novios y pasaron buena parte de la noche leyéndolas y recordando el pasado. Ya casi de madrugada decidieron ir a dormir un rato. La madre abrió las sábanas y se tendió junto a su marido muerto. Enseguida llegó el sueño y, con él, un dulce abandono. Hubo durante aquellas horas varios despertares. Ni en el dormir ni en el velar dejó de tocarlo, apenas una mano sobre el pecho o, a veces, una caricia muy suave en la cara. La mirada era más de ternura que de dolor o de duelo. En algunos momentos se dibujaba en su rostro una sonrisa, pero no una sonrisa para sí misma, como de quien se sonríe de algo o por algo, sino una sonrisa que le estaba dirigida, como si le sonriera. De cuando en cuando, en una mezcla de suspiro y sollozo, decía su nombre y era imposible saber si lo decía para sí misma o si se lo decía a él. Como también era imposible saber si le llamaba o le despedía. Durante varias semanas siguió durmiendo entre aquellas sábanas.

También estaba dormido en una butaca, al pie de la cama, uno de los hijos del hombre muerto y de la mujer, aún esposa y ya viuda, en su duermevela, pero el cuarto estaba lleno de ternura y fue como si esa ternura, grata y triste a la vez, a él también le acariciara.

Diez años después, según cuenta, su cuerpo dormido aún le busca. Dice que no es lo mismo dormir en un lado que en otro de la cama, que la sensación es distinta, que es diferente la manera como siente su falta cuando está en el lado que él ocupaba o en el otro, en el que era ella la que estaba a su lado. Dice que cuando tose aún hace sin darse cuenta el gesto de voltear la cara, de taparse la boca con la mano, de tratar de no hacer ruido. Dice que al despertar pasan uno segundos hasta que toma conciencia de que no está, y entonces vuelve a instalarse el pájaro negro de la soledad y comienza la jornada. Dice que le gustaría que esos segundos tan frágiles duraran más tiempo, que tardara más en despertarse del todo, que fuera más lenta la transición entre la inconsciencia y la conciencia, entre un cuerpo dormido en el que aún es esposa y un cuerpo despierto en el que ya es viuda. Dice que a veces su cuerpo nota un vacío y siente como si su marido se hubiera levantado un momento y estuviera a punto de volver a la cama. Dice que cuando tiene un mal dormir y necesita cambiar de posición su cuerpo inquieto o dolorido aún conserva el reflejo de moverse con sigilo, para no molestar.