Robar unos zapatos


RUTH LLANA









El día del cumpleaños se levantó tarde y no desayunó. Caminó descalza por la casa y se detuvo a unos centímetros de una araña que se desplazaba por la pared, tejiendo su tela.

El día del cumpleaños se preguntó qué era tener hambre, o sueño, o sed, y prefirió no comer, no dormir o no beber, en este orden o en un orden invertido de los acontecimientos que estaban por pasar y colgaban al margen del tiempo, en un futuro que era tela de araña suavemente posada o invisible sobre los hombros.

El día del cumpleaños se sintió bendecida, por abrumación o por despecho. Se sintió sola y, mientras se apoyaba en el lavabo, arrojó sombra y lloró. Pensó en una fiesta pasada, en cómo tejió un tapiz con hilos que ahora estaban sueltos o que no existían. Esos hilos ya no formaban una línea semejante ni ininterrumpida, se habían vuelto invisibles y reposaban sobre sus hombros.

La araña tejía.

El día del cumpleaños miró al frente, miro arriba, miró al suelo con pausas continuadas. Se hizo algunas preguntas, arrojó sombra. A veces le tembló el labio y se controló o intentó disimular con la lluvia torrencial o los mosquitos de agosto o el resquemor en las plantas de sus pies sobre el asfalto de aire y fuego. Cada evento abría una posibilidad y cerraba otras, como cientos o miles o millones de puertas y ventanas cerrándose al unísono, o a espacios de segundos entre sí, como por una brisa rápida y terrible, apenas aquí o allí. Pero cada evento también traía consigo la repetición de las posibilidades, o las continuidades de estas, o los dobles de otros eventos y sus consecuencias. Algunas pasaban a la vez, otras se separaban por segundos en el tiempo, un pasito o dos, moviéndose muy rápidamente bajo el sol.


El día del cumpleaños pensó qué sería robar unos zapatos. Robárselos a un mendigo, una persona con sed y hambre, una persona con posesión de sí. Por mero capricho, ¿qué sería? ¿Cómo vestir, después de cometer el acto, esos zapatos? ¿Cómo aguantar el peso, no de su carga, sino de su futuro? ¿Ajustar su tamaño? ¿Ceder a la presión de los materiales?


Pensó qué sería tener posesión de sí misma, y aguantó el dolor en los dedos. No sabemos si robó o no los zapatos, si cometió un acto de violencia contra sí misma o contra otro, si se emancipó prematuramente antes de su decimoctavo cumpleaños, si descubrió una manchita de café en su camisa blanca el primer día de trabajo, si tropezó, si no se cayó, si estuvo o no embarazada, si el suelo quemaba su piel vorazmente, si alguien vino y la abrazó ese día que estaba tan triste. Ella tomó posesión de sí silenciosamente, con un acto de una brusquedad terrible que pasó desapercibida; los dedos le dolían, el estómago le dolía. Entró en la sala, pero antes se quitó los zapatos y respiró.


El suelo estaba frío, sus pies producían un sonido delicado en la superficie, un eco, una vibración volátil. Entró en ese espacio como conservada de sí, a escondidas de una conversación que había escuchado el día anterior. Las columnas se perdían en la oscuridad sin que se vieran los límites del techo, los motivos florales en sus bases respiraban sonidos de agua que se extendían en vertical, la luz no tocaba las paredes invisibles que reverberaban sus pasos. Al fondo, una caja. Ella se imagina apoyada contra la pared, mirando el vano de la puerta y la luz arrasando con el suelo como una trampa de fuego. Ella se imagina el vientre hinchándose, la mancha de café en forma de mariposa, la mano sobre el rostro sonrosado. Ella se imagina la tela cayendo sobre unos párpados que no se abrirán y el haz de luz desatándose en llamaradas sobre ellos, iluminando de repentina belleza los frescos del techo de esa sala reconvertida en cristal y plata, en carrera de galgo feliz y veloz entre la hierba hasta saltarse en línea negra dibujando con sombra un nombre. Los árboles del bosque ardiendo, se imagina, las aguas del mar ardiendo, se imagina, la tierra salpicada de rocío y verdín, se imagina, los animales de las llanuras, los galopes de los cientos de animales de las tundras, ardiendo todos en los frescos de arriba y en los frescos de abajo tan transformados, como gigantesca mancha de ceniza de trescientos mil colores; y le late el corazón como con ruido de llamas como con ritmo de tambores de fuego, en la punta de sus dedos llamitas de luz cuando toca las puntas de esa caja redonda y plana, sin volumen sin distancia; en las esquinas de sus ojos algo explota y se da cuenta de la belleza de esos frescos en los que los hombres no tienen ojos y todo es piel entera de trescientos mil colores de agua clara, y no quiere que se acabe pero la consunción es finita y todo no puede ser duradero porque en su fugacidad reside cristalina, la belleza y duración del interior de la caja.