Realidad de la música


ANDRÉS IBÁÑEZ

 








Mira: ya no tengo nada, ni siquiera la música
que me acompañó siempre en mi caminar, que me saludaba
como un rosal salvaje o un tilo brotando entre dos arroyos
en esa fluencia que parecía siempre prometer un destino,
la música que me hizo desear salir de mi país, y que traía
el perfume de otras cosas y de lugares remotos y añorados,
manos de mujeres, contemplaciones primeras, ensueños
sagrados, delicados juguetes colocados en la repisa
de la casa de un dios. La música, en fin, la vida infinita,
que parecía capturar en su cristal aquello que siempre escapa
y que regresa transformado en silencio, me ha abandonado.
Ahora entiendo que la música no es una casa ni tampoco un camino,
ni es tampoco una lengua como la de los pájaros o la del viento.
La música es, en realidad, la norma de una vida más alta
que se nos muestra para que nos avergoncemos de nuestra maldad.
Su maravilla no nos pertenece. Sus cantos sublimes
no nos hablan a nosotros. ¿Se hablan entre sí, quizá, esas voces
de raro énfasis y palabras inaprehensibles? ¿Son la forma
en que conversan los dioses y las diosas cuando descienden, al atardecer,
para reflexionar sobre lo que han creado?