Proceso monótono


FRANCISCO JOTA-PÉREZ









Aquello que se deshace del tejido y muestra el límite rotundo en el que se almacena ya ningún movimiento, siquiera los descoordinados por el exceso de usuarios y el exceso de tráfico, se arma en los cuartos traseros e, indefinible, está ahí, a la espalda, desaparece cuando nos volvemos, el segundo rostro que nos ha crecido en la parte posterior del cráneo se frunce y protesta desde una segunda boca en nuestra nuca, porque no entendemos lo que nos viene a decir y se esconde, patrulla a ojo lo que se supone no deberíamos ver porque ya hemos pasado, está tras nuestro presente, dejado, acumulando malos olores demasiado deprisa, estancado, rancio y agrio, ha circulado y ya regresará cuando acabe de maldecir con su sola presencia, nuestro olor y nuestra sola presencia, cada paso un mundo en esta extinción de la vida no necesariamente humana que nos sirve de hiperobjeto con el que despensarnos y así salir del proceso monótono del sentido de sentir uno cerca de la otra y al lado de uno cerca de ahora el brillo de los artificios plantados entre nosotros como la educación dada por tu padres mientras te escondías en uno de los armarios vacíos en la cocina y como la educación impartida por los míos en el cuarto de salamanquesas que quedó a medio construir por peligro biológico: el terror es la primera forma de revelación de lo nuevo: pero qué bien acabadas se ven las casas, cómo entran en plano, correctas y obedientes y húmedas de imagen ideal ante la lente untada de vaselina, la urbanización dará en cámara un deseo puro de sí incluso cuando nuestros desgarbados cuerpos se silueteen entrando por los laterales, a gatas, tronchados, suplicantes, cabizbajos por el peso de la suciedad en el pelo, a gusto en la plegaria sin trascendencia y las jorobas negras a las puertas del hogar favorito de la alumna estrella en el curso de adaptación a los trabajos del trabarse ante cómo la amante y la amiga y la aliada más o menos falaz pretende que uno sea una a semejanza y causa una evaluación urgente del daño proyectado hacia algún otro o alguna otra y la pone a gatas y la troncha en seco peligro de contagio y la hace suplicar al control tremendo de cuanto duele y la ensucia y que agache la cabeza y que apriete los dientes al rezar al ahora mismo: uno se muda en la oscuridad de una cosa a otra: hay en alguna parte un animal extraño que supura información y, de momento, completa la escena, aunque desde la lejanía, solo está, lame el hormigón de la calzada y da un respingo producto de la saturación de dulce, suya es la autopista de caramelo a la que enviamos a nuestros hijos con apenas un mendrugo de pan en el bolsillo y la seria amenaza de reprimenda si se les ocurre hacerlo migajas, ellos aún con un solo rostro frontal, ese que tanto nos ofende, y su ignorancia floreciendo de sus orejas, antenas para cualquier mentira, ellos que aún sonríen cuando el hielo se quiebra y derrumba y deja a la fauna de nuestros territorios sensoriales sin espacios a los que retirarse y reproducirse, también ellos tienen derecho a sentir cerca, por lo que los arrojamos desde el autobús que sobrevuela como un zepelín de dibujos animados una isla de tesoros, microhábitat de basura en el giro oceánico del Pacífico Norte, el confín de la tierra al que van a matarse entre ellos y parten de caza con sus dobles morrales y el diente podrido que llevan clavado en la planta del pie y la peste y el ruido tan distintos de los nuestros y que atraen a las bestias mientras ellos recargan y levantan estructuras efímeras del pasado mañana bajo el cielo de un bombardeo publicitario entre espoletas que manchan su ropa interior de polución y noche abrupta que se cierne en camuflaje menos eficiente de lo esperado y lo calculable bulle en sus confundidas pupilas un segundo antes del mordisco que les arranca los pulgares y les hace soltar el mando que cae al saco de una ansiedad recién descubierta: si alguien protagoniza un destino, no es aquí: donde aguardamos la repetición de lo que nos ha de suceder, sabiéndonos como nos sabemos inútiles a la hora de entenderlo, siquiera percibirlo, por vez primera, a las once horas y once minutos de una mañana eterna.