Perdidas


YAIZA MARTÍNEZ









A media mañana, Dulce entró en la habitación con el rostro contraído por el frío. Había estado gritándole a las bestias desde antes del amanecer, por el camino nevado.

Su olor me resultó insoportable una vez más. Giré la cabeza hacia la pared y me tapé la cara con la pesada manta de trapo, que parecía grabarle al cuerpo el sello del frío, en lugar de calentarlo. Seguramente hizo una mueca de dolor.   

–¿Estamos dormidas o despiertas, mamá? –Su voz temblaba.

Salió como una sombra a buscar mi taza de leche. Cuando cerré los ojos, lo recordé todo.

Los tres cabilderos, vestidos de negro, se bajaron del tren en la estación de Abi y subieron la montaña con sus zapatos de piel, resbalando casi a cada paso. Mientras la leche se cocía en la olla de barro, los observé desde la ventana. Dulce saltaba entre las rocas.  

Entraron sin llamar y nos reclutaron, como usted sabe, por ser grandes soñadoras lúcidas. Para eso le hicimos a la niña, sentenciaron antes de que Dulce entrara a curiosear.

Me vinieron a la memoria los años con el vientre vacío como una cueva, la detección casual de mis habilidades, el proceso de fecundación en el Instituto Saxon Plaza, y los nueve meses de espera solitaria en los que me miraba en las bestias preñadas como en un espejo.

Olisqueando la miseria de nuestra casa sin enlosado, ordenaron que nos presentáramos en el Saxon dos días más tarde. Me estremecí. Dulce entró cuando sus voces terminaban de acristalar los objetos y de amarillear el vapor de la olla.

–¿Y los animales?

–Se tendrán que quedar.

Estaban tiernas las carnes de las crías y su aliento comenzaba a hacerse nube.
    
La ropa de Dulce olía a jabón de aceite. La metí en una bolsa de arpillera y bajamos la cuesta, cogidas de la mano. La tierra estaba dolorida por la escarcha y las piedras parecían signos oscuros en sus inclinaciones. En el tren comimos pan y queso mirando al cielo a través del cristal. Sin poder recordar por qué, yo tiritaba como las bestias antes del sacrificio.  

Al llegar, el sol brillaba entre las ramas. Miré un momento a Dulce bajo la luz. Parecía una crisálida de papel de arroz, pintada con venas finísimas por el artista de la sangre. Apreté su mano y clavé la vista en el edificio de aspecto monolítico del fondo del complejo.  

Atravesamos la plaza arbolada y los senderos. Nadie se fijó en nosotras, a pesar de nuestras botas de piel y de nuestra gruesa vestimenta. Antes de entrar, Dulce dijo algo e intenté sonreír, pero mi inquietud fluyó como la orina por la tierra. Su vapor le agitó los lagrimales. Los ojos se le pusieron redondos y profundos.    

Hubo un tiempo en que no olía. Entonces le daba leche caliente cuando volvía de jugar junto a las rocas, la arrebujaba bajo la manta, que aún ardía, y le metía la nariz en el pelo. Luego nos dormíamos para despertarnos juntas dentro del sueño. Nuestro corazón común aún era un nido, la hoguera; el inagotable manantial de nuestro lenguaje.

Nos adentramos en el edificio. Nada había cambiado. Atravesamos el vestidor, iluminado por lámparas pegadas al techo, y accedimos al despacho del Doctor Hicks. Él nos miró desde detrás de la mesa sin levantarse. Su ayudante dejó de susurrarle al oído y salió sin saludarnos. Aún tenía aspecto de no haber sido utilizada para concebir.

Con un gesto, el doctor nos ordenó que nos sentáramos. Sentí un frío que flotaba y venía a cambiarme de nuevo el nombre. Dulce me miró. Él empezó a dictar sus instrucciones:   
 

–A partir de ahora, os preguntaréis continuamente si estáis dormidas o despiertas, para que vuestra mente adopte el hábito y os resulte más fácil daros cuenta de que estáis durmiendo dentro del sueño.

El muy ignorante ni siquiera se había enterado de que no necesitábamos habituarnos a eso. Siguió explicando con su voz, ronca y marrón:

–Ya no basta con que seáis unas espléndidas soñadoras lúcidas ni con que podáis soñar unidas a voluntad. Ahora, además, debéis hablar entre vosotras mientras dormís. A ello os ayudará la sustancia SS1, que se os suministrará por vía intravenosa en la sala del sueño.

No dijo nada de que aquella maldita sustancia también nos haría olvidarlo todo durante la vigilia.

Me llené de valor y busqué en mi mente las palabras más adecuadas. La voz me salió baja y aguda:

–Nosotras necesitamos hablar muy poco en sueños para entendernos, señor. –No me escuchó. Los pensamientos siguieron manando de su boca al ritmo de los golpes de un pájaro carpintero:

–Quiero registrar las áreas que brillen en vuestros cerebros cuando os comuniquéis. Entonces estaréis dormidas pero conscientes. Quizá eso nos ayude a ubicar la conciencia en alguna región cerebral específica.

Para eso me la habían hecho.

Dulce se mordió los labios. Tenía los ojos húmedos y perfectamente redondos.

Pasamos a la sala del sueño, blanca e impregnada del apestoso olor de la SS1, hoy enredado en la nasa de nuestra piel. No lo soporto en Dulce.

Al fondo, junto a dos camillas situadas cerca de la ventana, brillaban los goteros y sus agujas como cuchillos afilados. De la pared colgaba una espesa cortina blanca que no dejaba ver los árboles del exterior ni ninguna de las cosas que hay en la Tierra.  

Hicks ordenó que nos desnudáramos. Su ayudante nos trajo las batas y lo miró. Dulce clavó en mí sus ojos, pero yo oculté la cara bajo la ropa para que no viera que los labios me temblaban. Después nos tumbaron en las camillas, nos colocaron los electrodos en el cráneo, nos pincharon la SS1, y se retiraron a una sala adyacente en la que ya parpadeaban las pantallas que reflejarían nuestra actividad cerebral.

Dulce me preguntó desde las rocas:

–¿Estamos dormidas o despiertas, mamá?

Intenté sonreír, pero me salió una mueca. Ella arrugó la frente. Se tocó la cola de caballo con nerviosismo. Entonces Hicks entró solo.

Susurró que tenía que modular el suministro intravenoso de la SS1 para aumentar las dosis. Algo estábamos haciendo mal. Me sentí culpable. No me la había hecho para eso.

Sin embargo, enseguida se apoderó de mí la otra sensación. El olor me cubrió de nuevo y penetró una vez más en mi cuerpo. No pude moverme. Se agitó. Vi a las bestias; estiré hacia ellas los dedos que temblaban. Hacia el valle, el dolor se volvió infinito; luego hacia Dulce.   

Al rato volvió, con la taza entre las manos.

–¿Estamos dormidas o despiertas, mamá? –preguntó.

Abrí los ojos y olvidé por qué su olor me repugna. Aguanté la respiración y, tan obediente como siempre he sido, me bebí la leche caliente.    





(Del libro inédito El deseo de plata)