mundo bloque: poursuite du vent


SU XIAOXIAO










Con el nuevo trabajo vi alejarse el tiempo de los musgos, las raíces misteriosas, los ciervos y las hojas suaves. La temporada se abre en una barriada que absorbe la luz que ya no queda, la luz que le sobra a la ciudad de la luz, restos ennegrecidos, cada día más escasos:

La temporada de los artrópodos que entraban volando por las ventanas, cuando quedaban abiertas en días ventosos.
La temporada de las fábricas que brillan bajo la lluvia del otoño a las afueras de la ciudad.
La temporada de las ratas cada vez más insolentes, los bloques enormes, los kebabs y las telas de colores.
La temporada del Sol Desaparecido, del Sol Vacío y del Sol de la Llama Fría, disco ardiente que se transformaba de repente en un pasillo de viento áspero, donde los ruidos se extendían como hierbajos.

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En la barriada todo está cubierto por una capa de polvo centenario, denso, compuesto por todos los materiales que la ciudad expulsa. Restos, grasa, moho. Y ese polvo que barniza las fachadas de los bares forma también parte de los mismos huesos de los niños-bloque, criaturas ruidosas y erizadas con los dedos pegajosos. A veces parece que gritan incluso mientras duermen.

En mitad de la monotonía a veces se desgaja un sueño caótico, en el que los niños entran en un bloque completamente deshabitado. Saltan rejas, suben y bajan escaleras, trepan, como cuando escapan de la policía, se infiltran en un piso abandonado y en la cocina descubren un armario lleno de botes de miel. La turba bloque se entrega a un festín dorado y olvida por momentos el calor y sus punzantes flores de ceniza.

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Cómo explicar que sin conocerlos, con un amor pavoroso, ya nada me distrae, ninguna otra cosa, después cada vez más, con ellos condenada también por el espacio.

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Un amanecer a finales de verano la bruma se extiende más de lo esperado: no sale del sopor la periferia, pero sigue aspirando lo que puede, no se sacia nunca. Ahora los bloques parecen moverse, desplazarse con paso perezoso en dirección a la ciudad, hambrientos y furiosos. Los niños-bloque se desperezan embotados, si sólo pasara un día, dice uno, después otra empieza a imaginar catástrofes para el juego: bombas, terremotos, epidemias. Brevemente sus ojos se iluminan, después se levantan y siguen su camino: quedan zanjas y descampados por cruzar, selvas de cemento, todavía están lejos de casa.

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En realidad, sólo se derrumba alguna casa vieja con la mitad del techo podrido o se atasca uno de los bajantes del bloque y cortan el agua durante una semana. En los pisos inferiores hay una epidemia de cucarachas, la vecina inventa historias imposibles que circulan como virus por los bloques. Nadie parece comprender, a veces porque las lenguas van por derroteros diferentes, otras veces porque falta algo, una cosa que debía estar más abajo.

La atención aparece prendida en la punta de una rama: reluce por un instante como el oro.

Viven unos encima de otros amontonados hasta dinamitar cualquier límite que pareciera razonable, suben hacia las nubes cada vez más grises, pesadas de lluvia y residuos ácidos, se estiran dentro de sus sombras transparentes, demasiado estrechas, sin notar la monotonía de las formas, su tristeza inherente. Hay cosas de las que no saben hablar: las ratas, la decrepitud, los materiales ennegrecidos, la grasa. No importa dónde vayan, no se abandona nunca la barriada, los bloques se pliegan en los intersticios pulmonares, imprimen un ritmo preciso al caminar.

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A cierta hora mínima los bloques aparecen cubiertos por un halo de luz melocotón: algo se ha suavizado en sus ángulos. Los niños-bloque duermen en ese breve intervalo de respiración pausada: siesta en la estación del polvo, un mundo que no existe.

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Helada la mañana en que el bloque ausente, tragado por la niebla, se convirtió en una ventana o sueño por el que entró el fantasma. Trajo consigo plantas en ruinas, visiones de torres del pasado, imposibles como fósiles de lluvia. Así devorado por la mordedura del viento, el bloque a punto del colapso abre un espacio de tiempo vacío, suspendido, como si el cielo tirara de nosotros. Qué cielo. Sin duda el cenagoso, el de mayor nivel de turbiedad, el que se pega a la frente y pesa como el mundo entero, el que cae como una cortina encerrando para siempre a los niños con sus bloques.

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Entre los bloques se extienden zonas salvajes donde la hierba y la basura, de la mano, imponen su dominio.

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Otro día es el bloque transfigurado, tornasolado, trasladado fuera de su marco habitual es decir un charco de agua sucia, a sus pies, lleno de hojas secas, de un resplandor verde fosforito causado por un residuo tóxico que no se apaga nunca ni cuando se va el sol, cada día más temprano, sí, habíamos anticipado todos la fuerza del nudo de bloques al acercarnos al intercambiador, presos en esta profusión de rostros extraños nos quema el miedo y desearíamos huir, sin duda, pero los bloques nos mantienen cerca, imantados en torno a una hebra ardiente que resiste en la oscuridad del invierno con el mismo resplandor alienígena que la mirada de los que verdaderamente están desesperados.

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Los niños-bloque comparten prácticas y secretos que ningún adulto recuerda: saben hacer que los bloques se transformen en prismas por donde la luz se corta en diagonal, como un viento frío y solidificado capaz de separar los diferentes estratos de la angustia para poder examinarnos como las vetas de un mineral antiguo. Con su lengua líquida y oclusiva los niños saben también alargar las nubes, traerlas hacia la parte más alta de los bloques, la que no se ve. Con palabras troceadas hacen un nido de termitas de oro puro. Ningún horizonte por delante, salvo un panal majestuoso cayéndose a pedazos. En uno de los pisos más altos está la habitación donde los niños guardaron todas las hojas que el ginkgo perdió meses atrás. De un amarillo cálido como las plumas de una de esas antiguas aves, extremadamente suaves y nerviosas. Crías diminutas en celdas de luz. El aire volviéndose miel.

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Entre medias, tus mensajes, casi vacíos. Los huecos en que no enviabas ninguno, yo viviendo en esa fisura interminable donde nada crece, yo soñando con luz que viaja por regiones remotas. Estelares, sí, no aquí. Cortocircuitos. Una vez llegué a sentir la temperatura de las yemas de tus dedos. A lo lejos. Espero. Por nada más que por tener este amontonamiento murmurante, lleno de sonidos y de ecos, también espejos, reflejos. Tintinean, palabras que dijiste un día como hoy, años atrás. Después, se apagan.

Los dedos se me encienden: una cesta de limones recién traídos del Jardín de las Hespérides. Al llegar a casa, otro mensaje: nunca estuve en ese jardín, no recuerdo dónde queda. Tal vez me lo inventé en uno de esos días lentos y improductivos, caminando entre los bloques. Tampoco para mí habría horizonte, pero desde mi apartamento en los cielos pienso que es bellísimo tener así las reflectantes, con todos esos brillos, quebrar a veces de un cierto modo la línea, los tendones, ver desmoronarse en sus crepitaciones ay, el cuerpo, cuál.

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Una crisis, un crujido, una diminuta ruptura.
Lejanía azul goteando por los dedos. La miel.

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Al final de la primavera cae una de esas tormentas que presagian el verano, el aire ya se siente cálido. La borrasca es tan intensa que los bloques parecen tambalearse, pero nada los distrae, su propia música interna los mantiene unidos y organizados contra todo lo demás. Cuando escampa, enormes masas de vapor brotan de los bloques que expulsan su calor como si exhalaran agotados. Entonces los niños salen de golpe, caóticos, llenos de risa, se expanden en modo enjambre y dominan la barriada, una vez más.

Yo me quedo cerca, mirándolos.