La gata


LOLA NIETO










Querida C,

La gata duerme sobre el cojín. La acaricio y siento una ternura que me estremece. Ojalá antes de morir puedas recordar tan solo este tacto.

Te quiere,
O


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Querida C,

Últimamente lamento todo lo que no hicimos. Es cierto que cuanto más melancólica me siento con más estridencia me asalta a la memoria la mancha marrón que aparece sobre tu labio cuando bebes batido de chocolate. Supongo que ahora nadie te limpia y andas por las calles despreocupada y sucia, saboreando los últimos hilillos de bebida. Eso me provoca aún más risa y me sacuden estallidos de regocijo. No consigo llorar de pena si pienso en ti. Nunca. La gata me observa.

Te quiere,
O


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Querida C,

Ayer vi por última vez el planeta Tierra.

Te quiere,
O


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Querida C,

Voy a morir. Mientras tanto te escribiré cartas. ¿Recibirás alguno de estos mensajes? La soledad es terrible.

Te quiere,
O


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Querida C,

Esta mañana me hurgué la nariz y, por descuido, un moco reluciente y terso fue absorbido por los extractores purificantes, que lo expulsaron de inmediato junto a bacterias, saliva y sudor. Miré por la escotilla y vi una esfera minúscula, perfecta, majestuosa, congelada, navegando la extensión ilimitada del espacio que me rodea.

Te quiere,
O


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Querida C,

Estos días leo de nuevo mi correspondencia con La Órbita. No sé por qué acepté la misión. No tengo esperanza en la especie humana y, de hecho, siento vergüenza por pertenecer a ella. ¿Por qué estoy en este tubo viajando hacia los Universos Ignotos para salvar lo que odio? A veces es difícil explicarse a una misma las decisiones que tomamos. Quizás en el centro de mi determinación no se halla ningún motivo mesiánico sino algo mucho más simple: en la nave estoy a solas con la gata, tu gata, la gata que adoras y que cediste para que yo no muriera. Es probable que eso sea lo único que a mí me importa. Estar con lo que más amas, sin ti.

Te quiere,
O


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Almirante O,

La Órbita requiere sus servicios. Debe presentarse el próximo día de cuarto menguante en nuestras oficinas a la hora habitual. No está autorizada a comunicar esta información.

Atentamente,
Comité de La Órbita


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Querida C,

Cuando despierto inspecciono mi rostro con detenimiento. Luego miro tu fotografía. Estoy perdiendo tus facciones y cada vez me separo más de ti. Es difícil soportar este modo de escindirnos.

Te quiere,
O


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Querida C,

Nunca imaginé que el mayor placer de esta condena fuera algo tan sencillo. Moriré en una nave que surca las Bóvedas Pérfidas, frente a un cuásar tan lejano que no sé si existe. Pero este largo viaje no precisa de ropa y llevo desnuda, completamente desnuda y mugrienta, todo el rato. Solo la gata me observa. Es un éxtasis.

Te quiere,
O


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Almirante O,

La Órbita aguarda su respuesta. Debe saber que en sus manos se ha depositado la responsabilidad y el honor de salvar a la especie humana. Desde hace tres meses un virus acecha. Las científicas de la base de Arima, en la región marciana de Thaumasia Planum, han dado la voz de alarma. El virus es altamente infeccioso en humanos, siendo inocuo para el resto de animales y plantas terrestres. La civilización está en grave peligro. No obstante, hay una solución. Las informaciones nos llegan minuto a minuto desde el laboratorio sito en los cráteres verdes de Marte. Son nuestra única posibilidad de cura. Por supuesto, no está autorizada a facilitar el contenido de este mensaje.
 
Atentamente,
Comité de La Órbita


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Querida C,

Hoy la gata ha jugado con una pelusa de polvo mientras yo reparaba los propulsores externos. Hacía días que fallaban y al final no he tenido otra que vestir la carcasa para salir y repararlos. Este traje es incómodo y los movimientos quedan comprometidos. Así que cualquier reparación implica horas de paciencia. Ha sido entonces, cuando flotaba en la oscuridad del cosmos, al regazo distante de las Estrellas Pavorosas y la Crisálida de Meteoros de Lin: he mirado por el ojo de buey de la nave y la he visto. Tocaba levemente con su patita la mota de polvo y luego, tumbada panza arriba, la sacudía con las almohadillas delanteras haciéndola vibrar cerca de su nariz rosa. Me ha parecido una escena conmovedora. Me hallaba blandida por el espacio, rodeada de materia estelar que nunca nadie ha contemplado antes, pero sin embargo solo la gata era mi punto de atracción, todo el amor. Es probable que lo único que me interese de este vasto universo sea la belleza de su pelaje tricolor.

Te quiere,
O


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Querida C,

Es extraño el presagio. Columbro que la gata y yo estamos lanzadas a acabar engastadas en la materia negra, una cuna de neutrinos que es la absoluta ausencia, lo que está y no forma cuerpo. Lo más curioso es que en la Tierra nuestra suerte sería idéntica: borradas en masa fantasma. Aquí o allá todo es lo mismo, ¿entonces para qué moverse?

Te quiere,



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Querida C,

En la nave canto nuestros temas preferidos. Detengo el simulador gravitacional y berreo a voz en grito, desgarrada, apasionada, las canciones nefastas que nos hacían sujetarnos muy fuerte y tiritar a la vez. De pronto, me callo. Es un tránsito abrupto del ruido al silencio. Y entonces, en el absoluto mutismo, abro los ojos y veo mi cuerpo levitando en una postura contrahecha. Veo a la gata flotando, remando instintivamente con las patas en una estancia que es un proyectil diminuto en la boca más negra de Dios. Vuelvo a cerrar los ojos. Una ristra de pelo roza mi dedo índice. 

Te quiere,
O


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Almirante O,

Es urgente que ofrezca réplica a nuestras misivas. Entienda esta última carta como una petición perentoria e inaplazable. Debe responder. Y solo entenderemos una decisión. La correcta. Almirante O, es sumamente necesario que comprenda que las experiencias que ha adquirido en anteriores misiones hacen de esta demanda plena necesidad. También debe entender la trascendencia del cometido que se le impone. Parece que tanto una cosa como otra no son sencillas de inocular en su cerebro ni en su corazón. Esperamos que pronto recapacite. Por supuesto, no está autorizada a trasladar esta información.
  
Atentamente,
Comité de La Órbita


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Querida C,

El día que tomamos la decisión cenamos una zanahoria cruda y un huevo cocido. Por eso, cuando desembalo los preparados deshidratados que van a alimentarme hasta que cumpla mi trabajo, echo de menos desgarrar la frescura compacta y naranja de la raíz, regurgitar la tibieza tersa y dorada de una yema entre las encías.

Te quiere,
O


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Querida C,

El día que tomamos la decisión sentí que sucumbíamos a un patético sentimentalismo romántico. Querer ser iguales. No solo en nuestras preferencias, ser iguales de carne para afuera, que nuestro físico fuera un calco, el mismo cuerpo repetido. Recuerdo las noches en vela, hechizadas y frenéticas, pactando sección a sección. Podíamos elegir nuestro cuerpo a partir de ese momento. Los párpados serían abultados, con verrugas. La nariz emergería ancha y poderosa. Las orejas estarían chafadas y ocluidas, como ostras. Del pelo queríamos prescindir para ser calvas. Pero colorearíamos de barba fucsia nuestras mandíbulas. Y las piernas, dos barriles. Los pies, dos boñigas. Las caderas, suntuosas, suaves, redondas de piel firme. El ombligo, un laberinto supurante, para recordar el origen desvirtuado. Cada parte era reflexionada detenidamente y comparada con infinidad de opciones. Confeccionábamos un cuerpo entreverado, ni tuyo ni mío, para las dos. En cuanto al pecho no tuvimos dudas. Una mama sería enorme, como esas tetas tuyas colgantes, repletas de grasa trémula. La otra se izaría minúscula, casi un grano de arroz, igual que mis pezones asexuados. Poseer la asimetría radical y demente se nos imponía como el modo más bello de encarnar la delicadeza de la imperfección. Ser feas era nuestro cometido. Monstruos y escapar del deseo. En cuanto a la vagina no hicimos nada. ¿Para qué modificar lo que nunca tocamos? Días después, empezaron las operaciones. Nos acompañábamos en el dolor de las suturas y el placer de la transformación. Lográbamos lo que la naturaleza no sabe. Obtener dos cuerpos idénticos sin vínculo de sangre. Pasados tres años, oficiamos la gran renuncia a la singularidad. Y nos convertimos en la misma persona. Esa noche contemplamos nuestros cuerpos frente al espejo y vimos un ser deforme, un engendro, el prodigio, dos veces. Te acercaste a mi oído achaparrado y susurraste: no hay ninguna razón en la Tierra de por qué deberías quedarte sin personas para ser. Todos los días de mi vida he rememorado tu voz pronunciando estas palabras. Pronto, sin embargo, pese al amor y la lealtad, las detendré. Las desharé hacia atrás. Las recompondré en el otro sentido. 

Te quiere,
O


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Almirante O,

Las científicas estelaformae lo han confirmado. Estas expertas son las mayores eminencias en el Arco Abastecido. Y han sido taxativas. Existe una probabilidad de hallar el antídoto. Se encuentra en Maborosi, el cuásar que parpadea exaltado y frío alrededor de la fosa abisal de algas de Tokonoma. La ubicación exacta de estos accidentes estelares se ha rastreado en el Universo Paralelo de Tengu, un pliegue de Los Mundos Inexplorados. Sin embargo, la radiación de fonemas palpitantes ha viajado hasta las extremidades huecas de las demiurgas de Marte y ha confirmado nuestra fe. En el cuásar sobrevive una variedad de serpiente de escamas blancas que guarda en sus mandíbulas la cura humana. Su veneno intercepta el virus. Lo bloquea. Las suposiciones son ahora hechos. Sin duda, esto hará que por fin tiemble su enrocado corazón. Suba a la nave y revierta la crisis a la que nos enfrentamos. Es un ruego. Por supuesto, no está autorizada a trasladar estas revelaciones.
  
Atentamente,
Comité de La Órbita
   

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Querida C,

Antes de convertirnos en la misma persona, tuve mis pequeñas ilusiones. Barrunté la transducción en chamana. ¿Nunca te hablé de esto? Durante mi infancia, busqué toda la información que estuvo a mi alcance sobre el espejismo de Marte. La ciencia en los cráteres verdes gemelos está codiciada por las científicas de Arima. Estas criaturas proceden de todos los sistemas solares de las Carcasas Afines y, sencillamente, son las repudiadas: idiotas, feas, dementes. Una niña es trasladada a los cráteres. Allí vive tres años. Aprende a deslizarse como la arena de las dunas y se entrega al ritual del agua. Desnuda, es una serpiente hasta que se desmiembra, un salto líquido hasta que se borra. La repetición es la iniciación: repta y onda, grano y gota. Y desaparece. La mente se pierde y se abandona. Entonces puede recibir. Las otras estelaformae la visten con una blusa roja. La llevan al campanario. Queda aislada en lo más alto once días. Come arroz. Al regreso, hay dos finales. Primero: la niña lleva la blusa en las manos. Sin trasvase. Error. Segundo: su piel empieza a chupar la tela roja bajo la atenta mirada de las científicas. La absorbe por completo. Conversión. El cuerpo humano tomará la forma de una estrella marina. Al cabo de tres días, será otra. Experta de Arima, sismógrafo de ciencia, médium, un hueco de calcio presto a retumbar la sabiduría que el cosmos expulsa. Las científicas estelaformae viven aisladas, en comunidad y reportan informes. Vehiculan el conocimiento de los Conjuntos Intactos. Los humanos utilizan sus palabras en beneficio propio, aunque ellas no desean ayudar ni tampoco entorpecer. Son chamanas. Escuchan y transmiten. De no haberte conocido, de no haberme doblegado a tu amor, hubiera vestido la blusa roja. Acaso me cimbrearía trémula y sonora como un tentáculo en la noche de la creación.  

Te quiere,
O


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Querida C,

Estos días he recordado mi encuentro con la serpiente. Sucedió en el piso en el que viví sola. Era mi primera experiencia lejos de mi familia y ansiaba con impaciencia disponer de un lugar propio donde decidir rutinas y apegos. Fue el único piso que visité. Me pareció minúsculo pero muy luminoso, y tenía todo lo que necesitaba. Una cocina pequeña, un baño pequeño, una habitación pequeña, un salón pequeño. Pero todo a mi entera disposición. Además, era barato. Es un piso singular, dijo el trabajador de la inmobiliaria justo antes de que firmara el contrato. Entendí que se refería a que era todo exterior y eso brindaba una luz radiante que entraba por todas las ventanas a cualquier hora del día. Asentí con la cabeza y, cogiendo el manojo de llaves, salí de la oficina para vivir, por fin, en mi propia casa. Durante esos años, trabajaba tardes y fines de semana en una floristería. Por las mañanas acudía a la universidad. Todo encajaba. Apenas invité a amigos porque lo que más me gustaba era disfrutar a solas de la casa. Abría las ventanas de par en par en verano y leía desnuda en la cama. En invierno, el sofá incómodo del salón era el reducto perfecto para pasar las horas muertas, con las manos alrededor de una taza de té humeante y la mirada perdida en los excrementos de mosca que salpicaban el techo. El piso era un sueño. Sin embargo, poco a poco se fue deteriorando y, pasados los años, advertí que mi hogar precisaba de una contundente limpieza a fondo. Nada me producía mayor pereza. Me lo propuse varias veces, pero no importaba por qué baldosa de la casa empezara, al cabo de media hora me convencía a mí misma con cualquier excusa y abandonaba la bayeta para darme un baño de burbujas o acabar el capítulo pendiente de alguna serie de moda. Lo di por imposible. Y me resigné a vivir en un piso sucio. Pero de pronto sucedió algo totalmente inesperado. Un día de verano, después de dormir del tirón más de once horas, me levanté, desayuné y limpié de arriba abajo la cocina. Armarios, horno, nevera, fogones, cajones, baldas y encimera. Todo quedó impecable. Tiré varias bolsas repletas de productos pasados, medicamentos caducados y hasta un tarro de arroz repleto de vivaces gorgojos. Me sentía pletórica y exhausta. Me serví un zumo frío y desde el sofá del salón, ya por la tarde y tras nueve horas de trabajo ininterrumpido, contemplé la pequeña obra. Qué placer sentir ese espacio de la casa impoluto, centelleante, casi otro. Extraviada en ese deleite, me percaté de una cosa. Los armarios de la cocina no llegaban hasta el techo. Habría apenas un hueco de 10 o 15 centímetros. Y ahí no había limpiado. Revisé por ver si algún otro resquicio me había pasado inadvertido, pero no. Solo la parte alta de los armarios. Me sentía fatigada y hasta con agujetas, pero no pude remediarlo. Cogí la escalera, un trapo, líquido desinfectante. Cuando estaba encaramada y dispuesta a resolver el único descuido que se interponía en mi embeleso inmaculado, vi algo. Dos puntos verdes, el mismo brillo fugaz, frío, peligroso. Me tambaleé y por poco caigo desde lo alto del escalón. Volví a mirar y entonces oí un siseo. Del fondo oscuro intuí una hierba roja ondulándose, partida en dos. La lengua de una serpiente. Bajé tan rápido como pude de la escalera y me senté en el sofá sin perder de vista el hueco que se abría entre los armarios y el techo. ¿Cómo podía haber llegado hasta ahí una serpiente? En los tres años que llevaba en el piso, jamás escuché ningún ruido sospechoso. De hecho, era un apartamento muy tranquilo y mis veladas privadas tampoco causaban bullicio. ¿Por qué no oí nada antes? ¿Cómo había entrado? Inspeccioné las paredes de la cocina pero todo estaba en orden. Pensé en telefonear a la inmobiliaria y dar cuenta del incidente. Sin embargo, un sopor pacífico me colmó y me quedé dormida en el sofá. Desperté cuando el sol rompía la mitad del cielo. Había descansado hasta tarde pero no me preocupaba porque no tenía planes para ese día de vacaciones. Di dos pasos hasta la cocina y me dispuse a preparar el desayuno. Entonces, me acordé. La serpiente. Me detuve. Miré hacia arriba. En una mano tenía un cuchillo y en la otra una manzana prácticamente pelada. La monda verde se enroscaba perfecta, entera, en el plato. Di un salto. La manzana cayó al suelo y dejó una marca transparente, de baba, en la baldosa. Volví al sofá. Más tarde recordé una suposición que me había rondado la cabeza el día anterior. Tantas horas limpiando sin descanso y envuelta en un calor sofocante me habían deshidratado. Sufrí una alucinación. No sé cómo pero esta idea me tranquilizó y pasé el día en el piso a mis anchas, sin volver a recordar nada sobre el suceso. Por la noche, mientras leía y daba sorbos cortos a una copa de vino blanco, oí algo. Era un murmullo tan delicado que casi se escurría hueco. Atendí. ¿El lloriqueo de un bebé? ¿Un violín desafinado lamentándose en la casa de al lado? Sabía que era la serpiente. Cogí la escalera. Subí y entonces la vi. Estaba completamente extendida al borde del mueble, casi asomada al exterior. Era larga y de tronco estrecho, de color verde aceituna con estrías negras. La cara, pequeña. Me quedé paralizada. Se movió lentamente y, en pocos segundos, había desaparecido en el fondo negro de los armarios. Recordé entonces las palabras del trabajador de la inmobiliaria, es un piso singular, y tuve la certeza de que la serpiente siempre había estado allí, desde que llegué. Si había pasado tanto tiempo, era absurdo reclamar entonces. Quedaría como una completa incompetente que no había sido capaz de advertir que convivía con semejante reptil. Decidí no hacer nada. Una vez al día, por la noche, subía a la escalera y me asomaba al hueco. La serpiente siempre me daba alguna señal de que estaba allí. Mostraba su lengua fucsia desde el fondo negro, siseaba discreta o aparecía reptando y se enroscaba cerca de mí. Esas incursiones al techo, me permitieron observarla y conocer detalles de su apariencia. Así pude saber que se trataba de un ejemplar de Taipán del interior, una serpiente endémica de zonas centrales de Australia y la más venenosa que se conoce en el mundo. También leí que es tímida y dócil. Interior, decidí que así la llamaría. Durante el resto del verano y los meses de otoño, se convirtió en un ritual nocturno subir los peldaños y observar a Interior. Ella también me miraba. Se quedaba un tiempo incalculable atisbándome fijamente. Dos puntos verdes. De vez en cuando, brotaba una lengua bífida. Fina, elegante, bailarina. Cuando emprendía el movimiento hacia el fondo negro del altillo, yo bajaba y la noche se imponía. Ya bien entrado el invierno, Interior lucía una piel marrón que había borrado por completo el verde limón del verano. Tecleé en internet y descubrí que las serpientes Taipán cambian de color durante las estaciones para regular su temperatura. En invierno se oscurecen para absorber más luz y recibir calor. Interior debe tener frío. Además ahí arriba no llega la claridad. Esa noche la miré con ternura y ella, al poco rato, se volteó como siempre internándose en la penumbra. Aunque concilié el sueño con facilidad, algo, acaso un roce de sábanas, me despertó. Me dormí de nuevo sin darle mayor importancia. No obstante, avanzada la noche, volví a oír la misma fricción, esta vez acompañada de un leve silbo. Abrí los ojos lentamente, todavía amodorrada, y ahí estaba. La serpiente era un ovillo de escamas encima de mi estómago. Dormía profundamente. Si bien es cierto que sentí pánico al principio, luego recordé la necesidad de calor de Interior, y pensé que no debía temer nada. La serpiente buscaba su fuente tibia y era yo. A partir de ese día, todas las noches Interior descendía del techo de la cocina y dormía conmigo. Durante ese invierno, tanto en el trabajo como en la universidad, varios compañeros me dijeron que, a veces, si me miraban a los ojos estando yo desprevenida, vislumbraban un destello verde y fugaz, espléndido, algo hermoso pero temible. Al inicio de la primavera me gradué y obtuve una beca en el centro de investigaciones de La Órbita. Me mudé justo cuando iba a empezar el verano. La última noche que pasé en el piso, subí los peldaños de la escalera y aunque esperé mucho rato no vi nada. Imaginé que Interior estaría cambiando el color de su piel y muy pronto luciría un verde lima precioso. Ahora que los días se hacen largos en la nave, el recuerdo de la serpiente ha vuelto y me ha sacudido el corazón en un instante feliz recuperado. En aquellos días, me sentía confusa y aturdida, perdida en un mundo que se abría ante mí y del que nada conocía. Crecía y me costaba. La serpiente fue mi último amor de juventud. Una compañía serena que, sin darme cuenta, hizo que entregara mi esfuerzo y mi ánimo a un cometido. No sé si ahora que pienso en ella mis pupilas se prenden de un atisbo verde. Si es así, solo la gata lo ve.  

Te quiere,
O


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Almirante O,

Le agradecemos encarecidamente su aceptación y su pronto enrolamiento en la misión. Como habrá leído en el informe facilitado por las científicas estelaformae, el virus que amenaza a la especia humana tiene una característica temerosamente singular. Se transmite por el tacto y destruye cualquier percepción temporal. En el hospital Kintsugi, en la ciudad de Ai-ai-gasa, el seguimiento minucioso de algunos damnificados desvela un cuadro espantoso. Debido a la aniquilación del tiempo, los enfermos viven en un perpetuo presente que les imposibilita atribuir sentido de causa o efecto a ningún evento. Esto, como podrá imaginar, revierte consecuencias atroces. Las víctimas son completos inútiles, seres incapaces de producir ningún gesto rentable para la sociedad. No pueden ni siquiera atarse los cordones de los zapatos, puesto que no entienden que atar esos hilos reportará el acomodo del calzado. Caminan y caen, embarullados en sus propias cintas. Tampoco comen, ya que no comprenden que la ingesta es la causa que aleja el fallecimiento por inanición. Ven fuego y contemplan la sutileza de las formas y la armonía hipnótica de los colores mientras se queman, al no experimentar dolor, tan solo la inmediatez de la transformación del cuerpo. Presencian cómo sus manos se funden, se derriten, se fosilizan en una piedra de carbón, sin más. Los aquejados han demostrado que todavía existe un grado de invalidez más radical que aquella que afecta a la infancia y a la vejez: la acronotepsia, la enfermedad del fin del tiempo, este desalmado virus que aniquila a los humanos arrancándoles su más excelsa virtud: la productividad. La potencia sublime humana anida en el rendimiento y el consumo. Generar y adquirir. Somos bellos, alcanzamos la verdad, brindamos bondad al universo porque nuestra existencia es un producto que otros desean poseer. Este equilibrio que ha llevado a la humanidad a su máximo perfeccionamiento está en delirante peligro. Quien toca a estos enfermos, cae en la injuria. No hace nada. Se detiene. Para. Transita un pliegue inútil. Se inserta en un acontecimiento constante. Desaparece en la materia que le rodea. Babea deleitado por el roce de un pétalo o el zumbido de un avispón. La civilización humana se extinguirá si nos convertimos en solemnes alabadores del instante. Insostenible. Inasumible. Abyecto. Confiamos en su juicio para comprender el alcance de lo que en estas líneas tratamos de transmitirle acongojados. De momento, los enfermos están aislados y la población civil no es conocedora del verdadero causante de esta tragedia. Los familiares han recibido un diagnóstico de demencia precoz y fulminante. Sin embargo, algunos medios de comunicación están llevando a cabo una ardua y fatigosa pesquisa que empieza a tambalear nuestros cercos de aislamiento. Antes de que el piadoso encubrimiento caiga, debemos poseer el antídoto. Contamos con su pericia y eso nos reconforta. Por supuesto, no está autorizada a revelar esta información.
  
Atentamente,
Comité de La Órbita
      

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Querida C,

He descubierto que en la punta del coxis está empezando a crecerme una cola peluda. De tres colores.

Te quiere,
O


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Querida C,

¿Quién de las dos emprendió el viaje? Quiero decir, somos idénticas por fuera. ¿Acaso eso no ha mimetizado nuestro sistema perceptivo? Algunas mañanas me contabas tus sueños. Yo preguntaba: ¿de qué color era la alfombrilla del baño?, ¿había una mazorca colgada del techo de la cocina?, ¿acaso recuerdas la lápida en la que el hombre comía pan?, ¿escuchaste un lagarto recorriendo el muslo?, ¿viste dos niñas? Estas cuestiones no eran inocentes. Quería cerciorarme del grado de detalle en la copia de nuestros sueños. Porque yo soñaba lo mismo. Exactamente lo mismo. Cada noche. Supuse que debido al calco voluntario de nuestra carne habíamos logrado el sincretismo de nuestras mentes. El dos hecho uno en todos los resquicios tangibles y etéreos de la materia. Si lo piensas, un escalofrío recorrerá tu piel. El mismo que recorre la mía. Por eso, dudo. ¿Quién de las dos emprendió el viaje? Si estoy en la nave, ¿acaso experimentas en las habitaciones de nuestra casa los mismos estímulos que me acunan y atemorizan? O quizá sea al revés. ¿Vivo lo que tú percibes? ¿Siento pavor porque estoy en un tubo cruzando el Océano de Galaxias de la Inescrutable Muda en una misión perturbadora, o tiemblo porque tú te sobresaltas al descubrir que una cucaracha te mira fijamente desde la encimera de la cocina? ¿Mi temor lo ocasiona mi realidad o la tuya? ¿Mi sistema nervioso de quién es? El virus que atenaza a la especie humana altera la percepción temporal; nuestro virus, elegido y ansiado, pervierte la percepción del espacio. Esté donde esté sentiré lo mismo que tú. Dondequiera que te halles vivirás mi alegría y mi dolor. Si aquí o allá todo es lo mismo, ¿entonces para qué moverse? ¿A quién de las dos estoy escribiendo estas cartas?

Te quiere,
O


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Querida C,

He cortado en pedazos una remolacha y he vuelto a ver la cereza abierta en el labio poroso de mi abuela. Un color es un anzuelo. No sé si alguna vez te he contado que de pequeña viví en una casa enorme. Pasaba los días hundida en la bañera porque había leído que las chamanas estelaformae recibían el conocimiento de la Caverna Celeste y ofrecían sus vaticinios científicos siempre en remojo. Las piscinas son estancias coladeras y en ellas la papilla flotante es la membrana de conexión. Intentaba prepararme para el futuro. Mis padres casi siempre estaban ausentes por cuestiones de trabajo y me crie con mi abuela. Tenía lepra. De hecho, la había padecido de joven. Se salvó pero sin nariz ni orejas. Cuatro dedos de una mano caídos como canicas. Un pie era un muñón. Era preciosa. Me parecía una mujer tan bella que no me resistía. La observaba con indiscreción cuando comía y la boca arrugada no conseguía sujetar la fruta. Resbalaba jugo y yo ansiaba lamer el hilo transparente. Me explicaba historias de la casa. Las hermanas, por ejemplo. Los padres, afamados psicólogos conductistas, las abandonaron con puertas y ventanas tapiadas. Esperaban que crearan una lengua propia. Por el contrario, una de las niñas mató a su hermana y se la comió. Los padres fueron acusados de negligencia por desamparo y llevados a prisión. La niña caníbal acabó sus días en un internado. El relato de esta digestión particular hipnotizaba a mi abuela, que babeaba con fruición especialmente en el tramo de la ingesta. Yo aún sentía más ardor por morder el arroyo traslúcido de saliva. Otras veces me contaba la fábula del rostro. Así la llamaba. En el origen de su monstruosidad no se hallaba ninguna afección. Nunca tuve lepra. Lo inventaron para no explicar la verdad. Vivía una gata en nuestra casa cuando era joven. Acababa de dar a luz a tu madre y sufrí una alucinación. Confundí a la gata con el bebé y le di de mamar. Veía una cara redonda y suave estrujándome el pecho, vaciándome rápido, impasible. Yo desaparecía, succionada, en un andrajo de piel. La vida del bebé era mi muerte. Le clavé un anzuelo en la garganta. El bebé salió corriendo a cuatro patas y fui tras él. Me adentré en un bosque. Caí. Una serpiente me asestó picotazos por todo el cuerpo. No morí pero este es el resultado. Amputaciones y deformidades. La repulsión. Mi familia eligió la vergüenza de la lepra a la vergüenza de una madre desalmada. La gata no regresó. Es difícil saber hasta dónde viajaba la imaginación de mi abuela.
  
Te quiere,
O


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Querida C,

Si las dos somos la misma, ¿la gata nota la diferencia?

Te quiere,
O


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Almirante O,

Apenas restan tres días para el lanzamiento de la nave que la llevará a Maborosi. Las expertas marcianas han confirmado una nueva palpitación en la Hora del Tigre de hoy. El cuásar desprende vahos inodoros pero altamente dañinos para la epidermis humana. La presencia de exoquita, crisotilo, galena y cinabrio descompone los tejidos provocando la muerte por derretimiento y corrosión en poco menos de una hora. Su cuerpo se iría cayendo a pedazos hasta convertirse en una papilla de vísceras. Es una suerte que las científicas hayan topado, desde el laboratorio oracular de Arima, con este dato crucial para el buen logro de la misión. Celebramos, estimada Almirante O, que no se encuentre atravesando los Universos Ignotos. O mucho peor, que tras la peligrosa y larga travesía estuviera descendiendo al cuásar mientras se convertía en gelatina, primero, mantequilla, después, puré para siempre. Qué humillación, Almirante O, imaginarla esparcida, una oreja aquí, un dedo allá, por los gases traicioneros de Maborosi. Y en la Tierra, el virus proliferando sin posibilidad de cura. Debemos congratularnos de que no sea así. Con todo, el tiempo escaso con el que contamos nos sitúa en una tesitura peliaguda. No disponemos de la tecnología precisa para confeccionar un traje que le permita descender al cuásar sin peligro de licuación. Tampoco podemos desarrollar dicha ciencia ni dicho atuendo en este breve lapso. Ahora bien, nuestras inestimables visionarias de los cráteres verdes nos han brindado un remedio. La saliva de gato. Sencillo. Eficaz. Limpio. Las glándulas salivales felinas segregan una endorfina neutralizante de los vahos de Maborosi, convirtiendo la masa tóxica en atmósfera cristalina. ¿Modo de empleo? Untarse la saliva sería insuficiente porque en el proceso de aplicado se desvirtúan las características intrínsecas del péptido, que no reconoce la dermis humana. Por eso, debe convertirse en un gato o, al menos, llevar su ADN a un estado de hibridación equitativo felino-humano. Las Vasijas Vinculantes facilitan el trasvase de cuerpos, permitiendo que la transformación inter-especie sea una agradable experiencia de calma. Como bien sabe, este proceso no ofrece, todavía, los efectos deseados en individuos de la misma especie y por tanto la simbiosis de cuerpos intra-humanos debe rendirse mediante el vetusto bisturí (usted, Almirante O, es buena conocedora de estas limitaciones), pero sin duda habrá visto por las calles de nuestras urbes a humanos-loro, humanos-vaca, humanos-cangrejo, humanos-gamba, humanos-garza, humanos-gusano, humanos-mosquito, con espléndidos resultados de entreverado. Será usted una humana-gata o una gata-humana, según se mire. Y esto le salvará la vida y su vida salvará la del resto de terrícolas. No pasamos por alto que los fanáticos defensores de los derechos de los animales se oponen a lo que consideran un negocio oportunista ante el sinsentido existencial que determina nuestra sociedad y que lanza a muchas personas a hallar en el cambio físico un asidero para soportar la vacuidad de la vida. Dicen que los animales, menguados de ADN, inservibles y desvirtuados, se lanzan al satélite Yokai, la cuna de espectros, y vagan sin genes por esas tierras áridas. En fin. Nunca llueve a gusto de todos. Almirante O, conocemos su inclinación por las mutaciones. Esperamos que este requerimiento no sea una exigencia costosa. Cuando haya vaciado las mandíbulas de las serpientes, regresará felizmente a la Tierra convertida en un semi-felino y podrá pasar el resto de su longeva existencia disfrutando del sueldo vitalicio que La Órbita le brindará. Así que, además de llevar sus enseres personales a la nave, hágase por favor con un gato. Por supuesto, no está autorizada a comunicar esta información.

Atentamente,
Comité de La Órbita


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Querida C,

Desde hace algunas semanas, la gata y yo nos hundimos varias horas al día en la Vasija Vinculante instalada en la nave. El placer es excelso. El resultado, insoportable. El trasvase ha empezado a germinar y tengo cola, orejas puntiagudas, un pelaje tricolor floreciendo por todo el cuerpo. La gata ha perdido su quinta extremidad, sus pabellones son dos pedazos chatos de cartílago mondo y muestra calvas allí donde yo he generado pelo. En lugar de lamerse a sí misma, pasa su lengua áspera por mi piel tupida, en un gesto desesperado por no perderse del todo.
 
Te quiere,
O


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Querida C,

Hoy he hecho por primera vez mis necesidades en el arenero.

Te quiere,
O


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Querida C,

Nunca entendí por qué cediste. Te pedí llevarme a la gata casi sin explicaciones. Te advertí que ella no regresaría. Aceptaste. Recuerdo que, volcada a mi oído achaparrado, dijiste: es lo único que amo en este mundo, te la entrego. Me pareció recibir un talismán. Me pareció que te arrancaba de tu joya, te arrasaba por dentro y te abandonaba abierta en canal, carne para buitres. Qué placer. Me sentí enorme y poderosa. Luego comprendí que en el sacrificio agonizaba yo. Por un lado, sellabas tu rechazo a seguir siendo idénticas. ¿Te has cansado? Por otro, sabías que me ofrecías un ser inocente. ¿Cómo puedo deshacer esta vida en mi cuerpo, matar la ternura, y seguir viva? Tu entrega fue una carta letal de despedida.

Te quiere,
O


*


Almirante O,

Dispone, a continuación, de las coordenadas donde hallará el nido madre de las serpientes blancas de Maborosi.

1.    Ubicación: 25°20’20’’ al norte de La Trompeta Arcaica; 4º0’00’’ al sur de La Semilla Oblonga.
2.    Altitud: -222​ msnm (mín: -3227, máx: 5687 en El Glóbulo Lúgubre). 
3.    Superficie: 1085 escenarios2.

Dispone, también, de instrucciones para eliminar a las serpientes, primero, y capturar sin riesgos el codiciado veneno, después.

1.    Debe someter a los reptiles al exterminio completo.
2.  Una cápsula detonadora de fusión magnética se halla en la alacena de la nave, entre las galletas de avena y el zumo de piña. Láncela desde la escotilla. Espere. Listo.
3.   Destrúyalas, rápido. Traiga el antídoto, rápido.

Atentamente,
Comité de La Órbita


*


Querida C,

La gata ya no maúlla. Balbucea unos sonidos pastosos que suenan a mi voz.

Te quiere,
O


*


Querida C,

Cuando llegue a Moborosi, destruiré a las serpientes blancas, les extraeré su veneno, tiraré por la escotilla lo que quede de la gata, salvaré a la especie humana.

Te quiere,
O


*


Querida C,

La gata duerme sobre el cojín. Se despierta. Me observa desde una pequeña intensidad verde. Le acaricio la cabeza rala y en ese tacto aún suave no detecto ningún juicio, ninguna acusación.

Te quiere,
O


*


Querida C,

No he reportado el informe pero la decisión está tomada.

Te quiere,
O


*


Almirante O,

¿Cuánto falta?

Atentamente,
Comité de La Órbita


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Querida C,

Veo los gases de Maborosi abrazando la estructura de la nave. En las últimas semanas no he escrito cartas. Esto que trazo es el final. He revertido el mecanismo de la Vasija Vinculante. Se ha oficiado el cometido al revés. Soy humana. La gata es gata. Abro las escotillas de la nave. Maborosi es una manta etérea pero en la punta más extrema he detectado un bosque. Hacia allí nos dirigimos. Llevo a la gata en brazos y recorro una tierra inexplorada, al amanecer. Avanzo y siento que el cuerpo, poco a poco, se ablanda. He visto serpientes blancas y son juguetonas, confiadas. Los ojos, muy verdes. Moriré derretida en este cuásar que nunca nadie conocerá. Tú desaparecerás en la Tierra conquistada por un virus que te instaurará en una carne sin tiempo. Romper significa curar. Mi único deseo es que la gata viva. Llegamos donde las ramas de los árboles se duplican. La frondosidad es compacta. La gata se desprende de mis brazos que son una mucosa. Caigo en un barullo vigoroso de raíces. La piel, desprendida de mí, cubre una roca, como una muda inservible. La gata me mira. Mi cuerpo está en carne viva, pero es dulce y rosa. La mandíbula cae. Las orejas, también. Veo rebosar mi hígado y mi páncreas. No hay dentro ni fuera, sino una pasta reluciente asentándose en el lecho. Varios cientos de serpientes acuden al caldo rojo y succionan. Veo escamas blancas retorciéndose. Veo, con el ojo que aún no han bebido, el pelaje de la gata desvanecerse, como un salto de agua, en el interior de la maleza.