L
I
La espuma de los cangrejos

JUAN VICO



La habitación está vacía. Los ojos de tu padre están vacíos. Solo la imagen de tu cuerpo resiste entre ambos abismos. Tu cuerpo seco, los años sobre tu cuerpo que se prolonga. Apenas recuerdo las palabras que pronunciaste antes de marcharte, soy incapaz de rememorar la amargura del gesto o la tensión contagiada a los pliegues de tu kimono. Y sin embargo oigo tu piel, terrible O-ei. El roce de tus muslos. El rastro de tu sexo sobre mi vientre.

O-ei, mi pequeña O-ei, ¿dónde se agazapan las formas antes de que aparezcan ante nuestros estúpidos rostros?

Una venganza anticipada. La fantasía de robar al maestro la sangre de su sangre. La hija del gran Hokusai, del admirado Hokusai, el hombre de los treinta nombres, desposada con un discípulo mediocre. Mi cuerpo sobre el tuyo, aplastando mi frustración. Mis dientes sobre tu cuello blanqueado, masticando con voracidad cada renuncia.

Nada vale por sí mismo, el árbol que dibujo solo existe en relación a los árboles que lo rodean. Los arranco, los borro antes de que reclamen ser representados.

Pero yo no soy ningún árbol solitario, vieja O-ei: sabes de sobra que odio los símbolos. Tampoco el hueco a su alrededor.

Comparar para existir. Las obras de tu padre junto a las del célebre Utamaro. Tus dibujos ante los de Hokusai. Mis tentativas perdidas entre millones de pinturas anodinas e intercambiables, frívolas o didácticas, aburridamente provocadoras y devastadoramente moralizantes. Hubiera debido olvidar. Arrancarme los párpados. Engañarme apartando de mí las obras a cuyo pálpito jamás podría aproximarme. Contentarme, ignorante, con mis migajas. No saber. No querer saber.

Ni siquiera me había fijado en ti al principio. El propio Hokusai era una figura mutable, su aspecto variaba en segundos, como una pintura en proceso capaz de aparentar cosas distintas con cada trazo añadido. Quién es hoy, quién ha sido siempre. Cuál de sus falsos nombres corresponde a esa acumulación de pellejo, grasa y carne que te reclama a su lado.

Y tú: una insignificante sombra. El vapor que asciende desde el cuenco. Los pasos de un gato tras la puerta.

Mi verdadera sombra, negra O-ei. Me persigues por ese tiempo en que toda-vía no éramos más que dos respiraciones que se cruzaban. Por eso sigo pintando ahora, aunque tu mano no sostenga ya el pincel, aunque la tinta no impregne la fibra de la página ni el movimiento de los dedos acabe en ningún momento de concretarse.

Ayer tuve la oportunidad de contemplar nuevos dibujos de tu padre. El impresor me aseguró que era lo último que había producido. Escenas pornográficas, una lástima, repetía, que Hokusai no insista en el paisaje. Me temo que nunca logrará superar las Vistas del Monte Fuji.

No es pornografía, repliqué. Es la realidad sin filtros. La simple y deliciosa brutalidad del mundo. El dios que devora a sus hijos y el engendro que fagocita a sus padres.

Está medio ciego, dijo él, como disculpándolo o disculpándome.

Me pregunto cuánto tienes que ver tú con esos cuerpos some­tidos a la dictadura de sus deseos. Los dedos de los pies curvados hacia abajo en el momento del éxtasis, a punto de romperse. Son tus dedos, los conozco bien. Pero dime, huidiza O-ei, ¿has ejercido únicamente de modelo o eres también la artista?

Tu padre que confía en la sabiduría que ofrece el tiempo. A los ochenta, escribió una vez, espero haber hecho algunos progresos, y a los noventa conocer la auténtica naturaleza de las cosas. Hacer maravillas a los cien. Y a los ciento diez conseguir transmitir la vida en cada línea.

Pero la vida está en el músculo, en la sangre que hincha el sexo, en el temblor desatado por el ansia y no por la decrepitud: la mirada que se enturbia, los objetos que se difuminan, el pincel que gotea con flacidez.

Dime, secreta O-ei, ¿está logrando Hokusai acercarse a sus propósitos? ¿Qué sientes cuando lo ves acurrucado sobre el papel, tratando de abrirse paso entre las tinieblas? ¿Lo alientas? ¿Lo desdeñas? ¿Lo auxilias? ¿Lo suplantas?

Yo no soy nadie, jamás me atrevería a juzgar las palabras de un maestro. Y sin embargo intuyo que una harapienta mentira envuelve esa figura que se tambalea. Su leyenda. Las historias que todos conocen. Aquel par de golondrinas que reprodujo sobre la superficie de un grano de arroz. Los diecisiete metros del gigantesco retrato de Daruma. La ocurrencia de embadurnar de rojo las patas de un gallo y de soltarlo sobre la lámina para reproducir la caída aleatoria de las hojas en otoño.

Yo era joven y fuerte, mis manos querían doblegar tu cuerpo, altiva O-ei. Pero un junco no se inclina ante nadie si no es para volver a alzarse con violencia. Yo era presuntuoso y esperaba toparme cualquier día con eso que llaman talento como el que encuentra una moneda en medio de la calle. Ese vacío, que era un modo de plenitud, me daba fuerza.

Traté de besarte al quedar ocultos tras un promontorio la noche en que acompañamos a tu padre al mar. Él se obstinaba en hacer variaciones sobre un paisaje nocturno. Tú te zafaste entre risas, sorteaste la maleza y alcanzaste la arena. Caminé a tu lado. Sopesaba mis palabras. Recordé un poema de Buson. Lo cité, impostando la voz de forma ridícula:

 

Noche corta de verano:

entre los juncos, fluyendo,

la espuma de los cangrejos.

 

Guardaste silencio. Las olas morían a tus pies.

Una vez, dijiste finalmente, vi a un cangrejo desplazándose en sentido opuesto al del resto del grupo.

Traté de que rectificara la trayectoria azuzándolo con una rama.

No lo conseguí.

Así que alcé un pedrusco y lo aplasté.

Te echaste a reír de nuevo, exageradamente. Me pareciste vulgar. Me pareciste adorable. Corrías hacia tu padre, volviendo la cabeza de tanto en tanto.

Escapar. Dar rodeos. Evitar siempre el camino más corto entre dos puntos. Hokusai cambiando de vivienda cada pocos meses. Siempre sin blanca. Siempre huyendo de algo indefinido. Y ahora eres tú la que trata de reencontrarse apartándose de mi lado. Corriendo de nuevo hacia su silueta fantasmagórica.

Te aborrecí, lunática O-ei. Llegué a detestar tu sexo en ocasiones voraz y en ocasiones distante. Tu carne desplomándose junto a la mía. Las absurdas ropas de hombre con las que a menudo te disfrazabas. Tu mirada mientras dibujabas, lejos de todo. La facilidad con que hacías brotar las formas de la página en blanco. La crueldad de cada pincelada. Tu repugnante virtuosismo.

Pero echo de menos ese hastío. Sin él todo es translúcido, volátil, falto de volumen. Y es por eso que violento tu recuerdo.

Añoro la violencia de tu desprecio, remota O-ei.

Mi amada, mi monstruosa O-ei.

 

 

 

Relato perteneciente al libro El Claustro Rojo (Sloper, 2014)