La compasión (una carta)

NICK CAVE

Traducción: ANTONIO F. RODRÍGUEZ




Queridos Samuel, Elena, Lars, Florian, Mel and Liii,

Habían pasado ocho meses desde la muerte de nuestro hijo. Susie y yo apenas salíamos de casa. Ella decidió que sería una buena idea pasar unos días fuera para alejarnos de todo aquello. A veces piensas que un cambio de lugar te ayudará a poner las cosas en su sitio, pero, claro, al final, viajas contigo mismo y aquello de lo que huyes acaba por encontrarte. Así ocurrió con nosotros. Volamos a Marrakesh y nos alojamos en un hotel cerca de la plaza central.

Esa tarde, Susie y yo paseamos por el mercado principal de Marrakesh. Es difícil exagerar el sufrimiento de los animales que vimos allí: viejos asnos y mulos de carga azotados, monos enjaulados, docenas de pollos encerrados en jaulas diminutas, escuálidos perros callejeros, cadáveres despellejados colgando de ganchos. La muerte, el sufrimiento y la crueldad estaban por todas partes y me sentí superado por una energía oscura. Cuánta de esta energía existía en el propio Marrakesh y cuánta llevaba conmigo es difícil de decir, pero dondequiera que mirara solo veía angustia existencial. En parte estaba viendo aquella notable ciudad a través de mis propios prejuicios culturales, por supuesto, y no me olvidaba de que la ganadería industrial de Occidente era, en términos de sufrimiento absoluto, de una escala infinitamente superior al que era testigo en las calles de Marrakesh. Sin embargo, ver todo aquello, la íntima proximidad de la crueldad, marcó la diferencia.

Susie había conocido a un hombre en el avión, un inglés que tenía un centro de rescate para viejos mulos de carga en Marrakesh; ella quería visitarlo, por lo que al día siguiente pedimos un taxi y fuimos allí. De camino cruzamos por una rotonda bulliciosa y en mitad de la calzada vimos a un gato que había sido atropellado. Tenía el espinazo roto y caminaba espantosamente arqueado, arrojando sangre y chillando de dolor. Fue una visión terriblemente perturbadora y que al instante se aferró a las imágenes más vulnerables y traumáticas que recorren mi mente. En ese momento, algo se me rompió. No podía más. La vida era un exceso. Era literalmente imposible de soportar. Mi hijo se había ido. No volvería a verle. En el asiento trasero del coche, en Marrakesh, me desmoroné.

Al día siguiente decidimos volver al Reino Unido. Pero, en el asiento del avión, descubrí que algo había cambiado en mí. Me sentía diferente. Sentí que si iba a seguir viviendo en este mundo tenía que hacer cuanto pudiera para reducir el sufrimiento existencial a mi alrededor, o al menos no añadir nada a ese sufrimiento. Percibí un camino a seguir. Sentí que nuestra infelicidad colectiva había superado su máxima capacidad. No había espacio para más. Sentí el deber de hacer lo que pudiera, a mi manera, para minimizar el sufrimiento de los seres que sienten. Esa llamada a la acción se extendió en muchas direcciones, y no me ha abandonado, pero una de las consecuencias de ello es mi renuncia a comer carne. No la he probado desde entonces.

***

A medida que avanzamos en nuestra vida asumimos la carga creciente de nuestro propio desamparo; cuando somos abandonados, desgarrados, traicionados, aislados, cuando nos sentimos perdidos y heridos. Esto es una parte esencial de lo que significa vivir. Esta desesperación nos superará y se transformará en amargura, odio y resentimiento; y lo que es peor, la descargaremos sobre quienes tenemos más cerca si no vivimos activamente al servicio de los demás y utilizamos todas nuestras fuerzas para reducir el sufrimiento de los otros. En mi opinión, esta es la clave de la vida. Es el remedio a nuestro propio sufrimiento, a nuestra sensación de asilamiento y desconexión. Y es el antídoto esencial contra la soledad.

Hemos de vivir nuestra vida de un modo tal que mejoremos, siquiera mínimamente, la situación que experimentamos en el presente. Esto es lo que significa “asumir el dolor del mundo”; que cada cual actúe de acuerdo a los límites de nuestra capacidad personal para el bien. Al actuar así, la vida de quienes nos rodean mejorará poco a poco, y también nuestra propia vida y la del mundo mismo.

En el poema “La segadora”, de Philip Larkin, el autor arrolla a un erizo mientras corta el césped. Mientras separa el cuerpo del erizo de las cuchillas de la segadora, medita sobre la naturaleza de la muerte y acaba el poema con estas palabras:

Deberíamos cuidar
a los demás, deberíamos ser bondadosos
mientras aún queda tiempo.


La urgencia de estas palabras vino a mí en el vuelo de vuelta desde Marrakesh. La visión del gato moribundo me arrancó de mi ensimismamiento y amargura, de mi aislamiento y soledad, y me demostró que el mundo, en toda su terrible belleza herida, necesita nuestra atención más urgente.

Con amor, Nick


(publicado originalmente en The Red Hand Files)