Juanita


VERÓNICA DURÁN

















Limpiando los armarios del que ahora es sólo cuarto de mi padre, encontré una foto de mamá. Aparece ella (de blanco) junto a la que supongo una de sus primas, vestidas tal vez para asistir a alguna romería. Eran tiempos de flor y verdes en un entorno de postguerra. Hija de soltera, con todo el soslayo que en aquellos años suponía serlo en el pueblo, trabajó desde muy joven atendiendo las tareas del campo. Me contó que, en más de una ocasión, la escasez les obligaba a cazar palomas o mismo gorriones para comer. Que trenzaban el pelo de las mazorcas e imaginaban muñecas. Y que con Pepe, su hermano, robaba higos que secaban al sol por si se acercasen al sabor de las frutas confitadas que los señores degustaban. Aprendió a coser. Y luego alternaría esta labor con atender alguna casa de familia pudiente. Primero en Mosende. Más adelante en la ciudad de Vigo, como interna, donde aprendió a leer gracias a un médico. Hasta que se casó; y crió a cinco hijos mientras mi padre bebía en Terranova. Y cuidó de Mercedes (mi abuela) y de tía Maruja (quien quedó impedida por la meningitis). Papá volvió a tierra y ambos consiguieron trabajo en el Club Marítimo llevando el restaurante. Y ella llegó a conserje. Y fueron testigos de cómo la heroína arrasó con la juventud. Y despreció la alegría tras despedir a Misol, su primera hija. Comenzó a fumar. Enfermó de Crohn. Y cuando yo nací, se negó rotunda a desnucar con sus propias manos las gallinas que criábamos en casa. Hasta que las gallinas llegaron al sofá. Y les pusimos nombres que achuchamos hasta morir de viejitas. Y a menudo, los perros que amamos saltaban el muro para acompañarla a pie al trabajo. Y uno de ellos, Laio, amparó su caída el día que mamá volviendo de trabajar, se desmayó.