Extrañiaturas
(Scott Walker y Chantal Maillard)

LOLA NIETO









En 1969, Scott Walker cantaba así:




Y en 2006:



Chantal Maillard, en un poemario publicado en 1990, escribía así:

El muérdago se enreda en mis tobillos,
helechos y agavanzas me ciñen las caderas
y un nenúfar
se deshoja en el valle dócil
de mis nalgas.
Sobre la tierra húmeda me acuesto como un ojo que se cierra
(tienen mis muslos el sabor del humus en otoño)
y me hago raíz,
vegetal crisálida
aguardando la aurora.
Sobre mis labios quietos
lentamente
desova una culebra.

Y en 2007:

Cual asomado a otro.
Articulado.
Extrañado.
Entrañado.
Extrañado.
Entrañado.
Hastiado.

Tras oír y leer esto, sólo cabe preguntar: ¿qué ha sucedido entre la primera y la segunda canción, entre el primer y el segundo poema? ¿Qué ha sucedido entre el Scott Walker de 1969 y el de 2006, la Chantal Maillard de 1990 y la de 2007? ¿Qué ha sucedido en estos dos lapsos de tiempo? ¿Qué ha sucedido? ¿Alguien que no conociera sus respectivas trayectorias, al oír y leer esto, podría identificar que ambas canciones, ambos poemas tienen una misma autoría?

Aunque Chantal Maillard y Scott Walker exploran lenguajes creativos diferentes, aunque sus trabajos surgen en contextos geográficos también diferentes y aunque es imposible trazar líneas directas de conexión, sus obras dibujan caminos paralelos. Las trayectorias artísticas de Chantal Maillard y Scott Walker son siamesas: dos coincidencias estéticas, dos sensibilidades observándose desde el espejo. La fina membrana de unión y contacto entre hermanas es la extrañeza, la vocación de extrañeza: sus obras como una andadura hacia lo extraño. Y quien transite por estos senderos no volverá indemne.

En 1943, en Hamilton (Ohio) y bajo el nombre de Noel Scott Engel, nació Scott Walker. El cambio de apellido llegó cuando formó parte de los Walker Brothers, que no eran hermanos entre sí como tampoco ninguno de ellos se apellidaba de ese modo. Scott Walker conoció el éxito y la fama con este grupo de pop que pronto se convirtió en un producto de masas, un juguete para el desenfreno de las hijas de la burguesía que en los años sesenta soñaban con desaparecer en un dulce trance de alcohol y drogas. Scott Walker, durante casi una década, fue eso, un icono sexual para las veinteañeras, un chico guapo que, al parecer, cantaba bien. Que Scott Walker cantaba bien fue un descubrimiento accidental e inesperado. Los Walker Brothers preparaban una balada, “Love her”, y precisaban una voz más grave. Scott cantó. Y desde entonces siguió cantando, modulando con precisión y audacia esa extraordinaria voz de barítono que salía de un cuerpo de muchacho imberbe.



Walker Brothers. Scott en el centro.


Pronto, sin embargo, sucedió lo que venía sucediendo y sucede con los grupos que son en definitiva un producto de moda. Los Walker Brothers cayeron de las listas y abandonaron los escenarios. Scott Walker siguió en solitario. El primer disco que marca un punto de inflexión, aunque muy pequeño, prácticamente imperceptible, es Scott 3 de 1969, al que pertenece la canción “It’s raining today”. Digo esto porque si se compara este LP con los dos anteriores (Scott y Scott 2), Scott 3 presenta un vuelco más propio, el anuncio de lo que poco a poco iba a suceder. No obstante, la voz de estas canciones adolece todavía de una voluntad romántica, pretende gustar, hechizar, ser magnética. Y lo consigue.   


   


Los ritmos melódicos se enturbian poco a poco. Scott Walker, en Scott 4, sufre un fracaso de ventas estrepitoso. El chico guapo empieza a cantar raro y eso tiene sus consecuencias. Silencio hasta 1975. En ese año, los Walker Brothers vuelven con un disco que musicalmente no ofrece sorpresas ni innovación: conquistan de nuevo al público. Y entonces sucede. Quizá sea un milagro. Un golpe de suerte. Un golpe decisivo que empuja a Scott Walker a cruzar irreversiblemente el umbral hacia lo extraño, y camina sin darse la vuelta. La compañía discográfica que ha producido el regreso musical del trío quiebra. Antes del cierre les propone producir un último disco. La lectura que hace Scott Walker de esta circunstancia, y así la transmite a sus compañeros, es la siguiente: nada importa, no hay que pensar en los beneficios ni en la aceptación del trabajo: los Walker Brothers pueden hacer el disco que quieran, como un moribundo puede decir sin tapujos todo lo que piensa. Nite Flights es el canto rotundo de un agonizante. Nite Flights supone en 1978 la muerte tajante de los Walker Brothers y el segundo nacimiento de Scott Walker. “The Shut Out”, “Fat Mama Kick”, “The Electrician” y la canción que da título al disco, “Nite Flights”, todas ellas escritas por Scott Walker, son las composiciones que ahora sí proponen otra cosa. Se podría decir incluso que inauguran una sensibilidad nueva que mezcla con sorprendente resultado la música pop con música experimental o electrónica, un entrevero de tendencias que ofrece la simiente de algo por venir.
 
 





Scott Walker se exilia voluntariamente seis años. Compone Climate of Hunter. Sus rituales de creación se metamorfosean. A partir de ahora, entre la aparición de sus discos mediarán años, once entre Climate of Hunter (1984) y Tilt (1995), once más entre éste y The Drift (2006), otros seis hasta que entrega el que de momento es su último trabajo, Bish Bosch (2012). Tiempo, aislamiento. Scott Walker confiesa que tras acabar un disco lo escucha a todo volumen y absolutamente concentrado. Luego, no lo vuelve a oír nunca más. Tiempo, aislamiento, obsesión. Scott Walker inicia un viaje; la música es el método, el material donde hundir las manos, hundir la voz y la percepción. Tiempo, aislamiento, obsesión, preguntas. Scott Walker deja de afirmar con su voz, deja de cantar: ahora su voz es una pregunta, aquella dulce e imponente voz sufre una transmutación, ahora es un murmullo o a veces un gemido, siempre el sonido de un enigma. Scott Walker deja de hacer música. No canta más. O sí, otra música, otra forma de cantar. Extraña.


              

              


Extraño, sin duda, es el personaje que transita el último poemario de Chantal Maillard. Cual ya no es en realidad ni un personaje, acaso un a-personaje, un ser apersonajado, enajenado, ajeno incluso a él mismo, sobre todo a eso, al sí mismo, a la identidad del sujeto, al yo. Cual es acaso un espacio neutro del habla, una voz neutra, una voz común, una casa-palabra, una palabra que me cobija y te cobija y nos cobija, casa-palabra, Cual es casa, como en el juego cuando éramos pequeños, lo que nos salva por un momento. Casa-palabra o palabra-abrevadero, un pronombre, no un nombre, una identidad mutable, una identidad no, un abrazo, Cual es cualquiera de nosotros, nosotros, Cual, cualquiera. Cualquiera comparte el miedo y esta fragilidad, cualquiera siente daño, la enfermedad, estar solo, cualquiera ama una caricia de quien ama, cualquiera se pregunta por qué morimos, por qué duele, por qué seguimos, cualquiera: la intimidad compartida, íntimo, entre, interno, intestino, intrínseco, cual.

Casa-palabra.

Casa-palabra.

Cual. Ábrete sésamo. Ábrete mundo. Ábrete boca.

Entrar. Casa-palabraguarida. 

Cual. Encantamiento.

No hay magia. Sólo entre todos protegernos. Eso es Cual.

La tierra prometida: reconocernos. Cual:

nuestra tierra prometida, nuestra única promesa
                                                                           posible todavía: cuidarnos.

No hay casa. Podemos
reconocernos en lo que compartimos. Cual.

Casa-palabra. Casa-palabra.

Cual es una propuesta política, una forma de entender la polis que ahora es el mundo global y globalizado, entre guerras y a punto de otra guerra. Chantal Maillard no sólo escribe poemas cuando escribe Cual, escribe su manera de entender las relaciones entre los seres vivos que habitamos el mundo. El respeto. La comprensión. La compasión. Comprender que todos (animales humanos y animales no humanos) estamos juntos aquí, que todos somos cuales, es decir, que todos vivimos y compartimos miedo y hambre.

Entre Cual y Hainuwele (libros a los que pertenecen el segundo y el primer poema citados, respectivamente), se trenza, se hilvana el camino hacia la extrañeza que experimenta la escritura de Chantal Maillard.

La obra de Maillard se divide en poemas, diarios y ensayos. Más que dividirse se multiplica porque todos sus libros, pertenezcan al género que pertenezcan, se organizan como una suerte de palimpsesto, un rizoma, un universo de universos paralelos, interconectados, relacionados, espejeados. Es imposible entender por separado sus libros, todos se convocan en una letanía de correspondencias infinitas. Ensayos y poemarios, poemarios y diarios, diarios y ensayos: una red.

Maillard publicó por primera vez en 1982. Azul en re menor es un libro primerizo que no merece lectura. En 1988 apareció Semillas para un cuerpo; tampoco aprovecha detenerse. Son ensayos, titubeos. Llega 1990. Y antes ha llegado algo más importante todavía que será un activador de los declives en espiral que irán sucediéndose en su obra futura: India. Todo lo que India supone para Maillard. El inicio de un viaje donde la escritura es el método, el material donde hundir las manos, hundir los ojos y la percepción. El inicio de una búsqueda, intelectual y vital, engarzadas ambas, para conocerse y conocer el mundo. Surge así, en los diarios, y como elemento clave cognitivo, el observador: la manera de llamar a la mirada que pretende desvincularse de prejuicios y conceptos para sencillamente mirar. La percepción primera. La percepción sin añadiduras mentales. Deshacerse de la mente. Regresar a una inocencia perceptiva. Pero ¿cómo salir de la mente con la propia mente como única herramienta? ¿Cómo alcanzar una mirada objetiva si el instrumento de observación es un canal subjetivo? El observador, también en los diarios, modifica el foco de interés de su mirada: del mundo a aquello que irremediablemente interpreta y subjetiviza el mundo: de observar el mundo a observarse observar el mundo, sobre todo, explorar qué estratagemas despliega la mente cuando dice estar observándose observar el mundo.  

Así pues, la escritura de Maillard se podría considerar una exploración de los sistemas perceptivos, en definitiva, de la mente. En Hainuwele, objeto, sujeto y acto de percepción se identifican. La voz de este poemario parece inmersa en el propio devenir de las cosas, su voz es una palabra previa al concepto, a la abstracción de los conceptos. Las palabras de Hainuwele son todavía concretas, palabras-cosa. Hainuwele, el personaje del poemario, es por ello inocente, no sabe, su sabiduría es instinto, no prótesis intelectual. La percepción de Hainuwele es como la de un niño o un animal, habita un antes-del-logos. Pero la niña, la pequeña bestia que es Hainuwele, crece en la escritura de Maillard, a lo largo de otros poemarios y diarios. Se pregunta. Nace así el pensamiento: muere el saber previo al saber. Muere la mirada sin juicio, la no-mirada de Hainuwele, y nace el sujeto. Cual, diecisiete años después, es el límite. Entre Hainuwele y Cual, tándem de alter egos que enmarca la obra de Maillard, media la historia del logos, del conocimiento lógico, de la epistemología del lenguaje. Cual ha recorrido todos los caminos del logos hasta detectar sus trampas, las de los conceptos: decir sin decir, las cosas perdidas, desaparecidas en una red de referentes conceptuales. Desactivar eso, deshacerlo, desarticularlo, neutralizar, para articular de otro modo sin caer en las mismas contradicciones. Si Hainuwele habitaba un antes-del-logos, Cual va hacia un después-del-logos, busca palabras que no cristalicen en conceptos. Difícil cuando el instrumento es la mente y su fiel compañero: el lenguaje, un avispero de conceptos. Ir con la mente en contra de la mente. Cual, la mente de Cual ahora convertida en un detector de conceptos: eso es la propia escritura de Maillard, radicalmente a partir de Matar a Platón. Y es que este poemario representa en el conjunto de su obra lo que Climate of Hunter significa en la carrera musical de Scott Walker: la caída hacia lo extraño.

En Hainuwele, la escritura confía en las palabras. Así se ve en el poema citado al inicio. Una voz en primera persona habla y en su decir abundan sobre todo los sustantivos, las palabras que nos sirven para nombrar cosas y objetos, palabras, podríamos decir, esenciales, cargadas de esencia: muérdago, tobillos, helechos, agavanzas, caderas, nenúfar… Se despliega un mundo de seres, la escritura construye un mundo y confía en las palabras como creadoras de ese mundo, como transmisoras del ser de ese mundo. El ritmo de la sintaxis, cadenciosa y armónica, y la disposición de los versos, que respeta siempre las ondulaciones de la sintaxis sin romper sintagmas ni forzar estructuras, ayudan a las palabras a crear orden. Así pues, la abundancia de sustantivos y la organización sintáctica son los elementos que condensan la fórmula articuladora de un mundo ordenado. Los poemas de Hainuwele son como piezas de música clásica: plácidos al oído, al entendimiento, donde todo encaja porque se crea un orden autocontenido; podría incluso decirse que los poemas de Hainuwele son bellos, es decir, que se enmarcan en un campo sentimental y estético romántico. Y estos presupuestos son los mismos que se podrían aplicar a los primeros discos de Scott Walker: canciones armoniosas, donde se busca el placer del orden, una voz que serena y envuelve, que embarga y embelesa y cualquier otro tipo de expresión decimonónica serviría.




   
                  (Hainuwele, 1990)                                        (reedición de 2001)                                   (reedición de 2009)


Progresivamente, tanto en la escritura de Chantal Maillard como en las composiciones de Scott Walker estas premisas sufren fisuras, grietas que se ensanchan hasta convertir la arquitectura de los primeros poemas y canciones en cimientos fulminados. Quizá los dos libros más significativos de Maillard a este respecto son Husos e Hilos. En ambos, el lenguaje llega al borde de sus posibilidades. Uno de los poemas de Hilos, que es una reelaboración de un texto en prosa ya aparecido en Husos, dice:

Permanece –¿permanecer?– la carne
herida. Hay cicatriz.

Y la mente –¿la mente?– herida.
¿Herida? No, no hay herida. Si
la hubiese habría sangre. Hay
cicatriz. Tampoco.
Si hubiese cicatriz, sería
evidente. No siempre se ven, dicen.
Ciertas palabras se utilizan
en vez de otras, dicen. Cuando
no hay palabras suficientes.
Mejor cuando no hay
cosa.

La mente acusa sentimientos:
segrega. Hila. La mente, no. No hay.
Sólo hay hilo. Saliva.

La boca seca. No hay saliva. ¿No
la hay? Un hilo forma imagen. La
imagen de un cuerpo. Blanco. Como
todos los que han muerto. No lo he
visto. He visto otros. A ése, no. Pero
forma imagen. El hilo. Algo segrega.

Hambre. Algo dice
hambre. La sacia. ¿Frío?
Algo recuerda la palabra
frío. No la siente. La obvia.

Habrá que levantarse. Aunque sin
saber para qué. Sin saber
tampoco para qué el para qué.
Levantarse y dar vueltas en esta
habitación. O también, cambiar de ha-
bitación. Pero no. Más seguro es
quedarse aquí, tecleando. Un teclado
es algo conocido. Tienen un
sonido peculiar, las teclas,
cuando se las pulsa.
Quedar en lo reconocible.
–¿Quedar?– Permanecer. Ya dije
permanecer. Ya pregunté.
Quedar es permanecer
por menos tiempo.
Siempre se puede partir.
Partir es dar pasos fuera.
Fuera de la habitación.
De la mente, no. –¿Mente?–
Ya pregunté. Y no hay. Hay hilo.
Partir es dar pasos
fuera de la habitación
con el hilo. El mismo hilo.
La palabra silencio dentro.
Dentro de uno –¿uno?

Ni sustantivos, ni sintaxis ordenada, ni voz en primera persona. Al contrario, un habla extraña, un lenguaje enrarecido.
Los sustantivos que aparecen lo hacen para ser cuestionados:

Y la mente –¿la mente?– herida.
¿Herida?

La escritura, por ello, se satura de interrogantes y de guiones. Ambos signos sirven como contradiscurso dentro del propio discurso. Ambos signos abren espacios para la duda. Los guiones abren un espacio físico donde cuestionar lo que se acaba de decir; los interrogantes abren un espacio donde el significado se tambalea. Los poemas no dicen: dicen y se contradicen, construyen y se deconstruyen en un mismo gesto simultáneo. En Hainuwele, la escritura confiaba en las palabras y las palabras creaban un mundo; en Hilos (como también antes en Husos), la escritura desconfía profundamente de las palabras, las palabras no crean ya nada, son sólo eso, palabras, discurso, apenas un murmullo, un balbuceo.

Siempre están los hilos.
La maraña de hilos
que la memoria ensambla por
analogía. De no ser
por esos hilos,
la existencia –¿existencia?–
todo sería un cúmulo de
fragmentos –¿fragmentos?–,
bueno, destellos si se quiere.
Todo sería destellos. Inconexos

–inconexo: palabra sin
referente. Vacía. Tanto
como infinito, inaudito,
inmutable, inextenso,
ilimitado, etcétera.
Etcétera también.
Como los atributos
de Dios. Palabras que entorpecen
las cosas en lo dicho.
Inconexo es ver algo conectado
a otro algo del que luego
se separa. Inconexo es decir la
distancia sin perder de vista
lo contrario. Imposible
entender sin imagen–. Así pues,

los hilos. La maraña. Eso,
al despertar. La cabeza, por tanto,
en la almohada. Los ojos
a veces entreabiertos. Para
la claridad. A veces
cerrados. Estirando  los hilos.

La desconfianza en las palabras, la sistemática puesta en duda del significado de las palabras para señalar que ese significado es un concepto y que el concepto suele tener un referente inventado, una abstracción. En Hilos, en cada uno de los poemas, parece subyacer esta pregunta: ¿cuál es el sentido del lenguaje? Y de todos ellos, parece desprenderse esta observación: el lenguaje funciona como una herramienta epistemológica cuyos axiomas gramaticales no deben rebasar el espacio lógico que su propio sistema dispone. Así pues, conceptos últimos como inconexo, infinito, inaudito, inmutable, inextenso, ilimitado, etcétera (citados en el poema anterior) y a los que se podría añadir todo, nada, verdad, origen..., estos conceptos no deberían desvincularse de la necesidad lógica que los produce. Infinito surge como opuesto a finito. Conocemos cosas finitas pero no cosas infinitas, sin embargo, somos capaces de pensarlas. La confusión surge cuando concedemos esencia a lo que podemos pensar por el mero hecho de que puede pensarse. Es así como suponemos que existe algo cuya palabra hemos inventado por (d)efecto lógico. Sin embargo, la substancia de ese algo topa con un vacío referencial. Deconstruir el lenguaje es detectar y eliminar estos fantasmas que habiéndolos creado nos los hemos creído (por olvido e interés). El lenguaje no dejará por ello de ser una ficción (lo es en cuanto lo consideramos un sistema representacional de signos), pero se abre una distancia decisiva entre sostener que los hechos de lenguaje son a sostener que esas mismas proposiciones lingüísticas llaman.

Señalar esto es el propósito de la escritura en Husos e Hilos. Por eso, Husos e Hilos representan un cuestionamiento de la propia escritura, del decir. Por eso también, la voz de estos libros surge quebrada por una sintaxis rota, sincopada, esquelética. Voz-balbuceo. No dice, balbucea. No dice, repite. En la escritura de Husos e Hilos no hay historia ni progresión, porque una vez desmantelados todos los conceptos, ¿qué queda por contar? Tampoco hay persona gramatical porque el yo, el sujeto, es otro concepto arrasado. De ahí los infinitivos, una voz neutra que pronuncia: 

Sopesar.

Sentir.

Sentirse.

Entonces el cansancio.
El de sentirse. Otra vez.
Elegir escribir. Para situarse.
En el punto de mira.
Concentrarse. En el punto.
Decir punto. Punto.
Escribirlo. Escribir escribirlo.
Escribir miento.
Imposible escribir el punto. El
cansancio.
Decir cansancio.

Dejar de escribir.

La tarea de observarse observar que el observador inició en los diarios llega aquí a su límite, puesto que finalmente el observador cuestiona incluso la herramienta que sirve para llevar a cabo y recoger la observación: la escritura, el lenguaje. La observación es ahora observación del lenguaje, de sus mecanismos. Y es entonces cuando se destapan sus topes lógicos, sus alogías. Una de ellas: que el yo no existe, que es retórica lingüística. El yo es una pieza gramatical y lingüística que nos permite transitar el lenguaje y el mundo que lingüísticamente conocemos. La voluntad de observación del observador pasa entonces por lo que se podrían considerar tres estadios o momentos: primero, pretende observar el mundo objetivamente (sin velos conceptuales); advertido de que el sistema perceptivo será siempre y necesariamente subjetivo, el observador se dispone a observar los procesos mentales a través de los cuales decimos que conocemos el mundo, iniciando así una auto-observación; por último, prevenido de que los procesos mentales y las percepciones se sirven de lenguaje para producirse y producir sus juicios, el foco de interés será entonces la herramienta última de todo conocimiento: el lenguaje. El observador observa el lenguaje. Y el sujeto desaparece absorbido en el manto del lenguaje. ¿Quién es entonces el observador? Lenguaje, una construcción lingüística más. La pregunta de Nietzsche acerca de ¿quién habla? ya encontró la respuesta de Mallarmé: la palabra misma. De ahí los infinitivos de Hilos y de Husos; de ahí el sujeto neutralizado en una voz sin identidad. Sin identidad ni historia que contar. Por eso, el balbuceo y la repetición: la voz de Cual. El recorrido de la escritura de Chantal Maillard entre Hainuwele y Cual es el de la filosofía del lenguaje en el siglo XX: de creer que el lenguaje sirve para nombrar el mundo a considerar que el mundo es una construcción de lenguaje.




                             


Una voz neutra, balbuceante, que repite, casi repite las mismas palabras convirtiéndolas en un discurso-maraña, una retahíla, una letanía: así la voz de Scott Walker, que podría ser la voz de Cual. En los últimos tres discos, Tilt, The Drift y Bish Bosch, nada queda de la voz afirmativa, plena, rotunda del joven Scott Walker. Su voz, a lo largo de su obra musical, parece ir perdiendo en consistencia, el cuerpo de la voz empieza a borrarse, pierde su forma, se resquebraja, se depura, ahora ya no es una fuerza torrencial sino un hilo de voz frágil, vulnerable, cuya fuerza es la del grito ronco, el gemido. Una voz hecha herida. La voz de Scott Walker como la escritura de Chantal Maillard sufren un proceso hacia el hueso muy parecido.

 

Las canciones de los últimos tres discos de Scott Walker discurren entre el acorde y la disonancia, surgiendo de esa búsqueda una melodía afinada y desafinada al mismo tiempo. Scott Walker trabaja en el margen, en el borde, en la frontera entre el concepto de armonía tradicional y los experimentos de vanguardia. Ni en un lugar ni en otro: en medio, entre un lugar y otro. En tierra de nadie. Por eso creo que se podría decir que la música de Scott Walker genera o requiere una percepción estética que todavía está por codificarse. No son composiciones atonales, no es música abstracta, sigue habiendo una letra y una voz que la canta, pero tampoco es música clásica o jazz o música electrónica únicamente. Es un género, acaso distinto, una mezcla, otra cosa. De ahí la extrañeza. Y la dificultad para hablar de ello.

La misma dificultad interpretativa presenta la obra de Maillard y por idénticos motivos. Los poemas de sus últimos libros son, como las canciones de Scott Walker, afinados y desafinados, las palabras experimentan un proceso de desafinamiento inducido por la repetición, el alargamiento, la prolongación. Repetir es prolongar sonidos. Scott Walker prolonga una nota en dieciséis compases. La repite, la alarga, la prolonga, la lleva al límite entre la armonía y la disonancia. Chantal Maillard prolonga las palabras en sucesiones sintácticas iteradas, las repite por tanto, las alarga, prolonga sus sonidos hasta repercutir eso en sus significados. Repetir una palabra es vaciarla de sentido. Aunque sigue siendo una palabra, una palabra que existe y no un vocablo inventado, es una palabra perdida, desarraigada, entre el decir y el no decir nada. Las notas de Scott Walker como las palabras de Chantal Maillard son signos vaciados, ahuecados, enturbiados sus sentidos por un mismo efecto: la repetición. Las canciones y los poemas son entonces ciclos, extensiones en las que el sentido se pierde, se extraña. Las canciones y los poemas, como ciclos, vuelven, se repiten sus palabras y notas, la cadencia, el ritmo. Tanto las últimas canciones de Scott Walker como los últimos poemas de Chantal Maillard no son composiciones cerradas, podrían ser más largas, podrían tener más piezas engarzadas. Generan módulos que se repiten o casi repiten y eso sugiere la prolongación repetitiva ad infititum. El poema de Maillard citado que empieza con los versos “Permanece –¿permanecer?– la carne / herida. Hay cicatriz” presenta estructuras, módulos de versos repetidos a lo largo del mismo poema: cíclicamente. Un ejemplo paralelo en la discografía de Scott Walker podría ser, entre otros, “Face on Breast”, de Tilt:

 

La voz sigue primero el orden de la letra. Luego canta desde la segunda estrofa hasta el final y vuelve entonces al principio. Repite dos veces la letra pero con variaciones de orden. Podría acaso ser el inicio sin fin de un ciclo permutatorio.

En “Patriot (A single)”, también de Tilt, dos melodías muy distintas se combinan, se suceden una a otra, se alternan. Y la serie que sugiere podría no acabar nunca.

 

Ciclo, repetición, serie: se desvanece el concepto clásico de poema y canción. No son poemas ni canciones pero siguen siendo poemas y canciones. Entre el vuelco rupturista de la vanguardia y la vocación tradicional del arte.

Los últimos libros de Chantal Maillard, como los últimos discos de Scott Walker, especialmente The Drift y Bish Bosch, no pueden entenderse como meras expresiones vanguardistas. En el caso de Maillard, hay vanguardia en lo que de experimento tiene su escritura, en el riesgo, la apuesta por una manera de escribir que escapa a los cánones y preceptos más arraigados en la poesía española contemporánea. Pero también hay una voluntad de regreso a la tradición, a los presupuestos de las formas de arte tradicionales. La obra de Chantal Maillard aúna a un tiempo subversión de fórmulas y búsqueda del sentido del arte antes del Arte. Una obra al mismo tiempo original y que pretende volver al origen. Al origen del arte, cuando todavía no se consideraba arte, es decir, cuando tenía una función mediadora, conciliadora, aglutinadora, religiosa (no en un sentido metafísico ni como sistema de creencias, sino en su sentido literal: una manera de mostrar lo que nos une). Maillard, cuando escribe, no pretende hacer literatura: “¿y no hacer literatura? /… /¡y qué más da! / hay demasiado dolor / en el pozo de este cuerpo / para que me resulte importante / una cuestión de este tipo. / Escribo / para que el agua envenenada / pueda beberse”, dice en Escribir. Es cierto que por mucho que Maillard no pretenda hacer literatura hace literatura en cuanto escribe, la escritura se convierte en libro y el libro entra en los circuitos literarios. Ahora bien, creo que Maillard lo que defiende es otra forma de hacer literatura y de entender la literatura: una escritura no preocupada en la perfección y la belleza retórica o el artificio lingüístico, no obstinada en la exaltación del artista y su autoría. Maillard, contraria a esta manera decimonónica aunque para algunos vigente aún de acercarse a la literatura, propone que la escritura sea un lugar de reconocimiento: escribir lo que todos compartimos y que el poema sea un refugio para nosotros. Casa-palabra.

Dentro de esta sensibilidad doble (vanguardia y refugio) entiendo la música de Scott Walker. Las canciones (y no me refiero sólo a lo que la letra dice), las canciones como conjunto, crean espacios donde anidar. Anidar en la extrañeza. Como los poemas de Maillard. Refugiarse en la entraña de una extraña mirada.

En parte, estas miradas extrañas, ex-céntricas, de Maillard y Walker se deben a cruces inversos pero idénticos. A Scott Walker, de procedencia estadounidense, siempre le ha interesado la cultura europea. Él mismo cuenta que cuando llegó a Reino Unido en los años sesenta deseaba aprender sobre cine europeo pero se topó con la increíble y desagradable sorpresa de que los ingleses adoraban el cine americano. Más tarde, cuando fue a vivir a Escandinavia creía que todos conocerían y debatirían entusiasmados sobre los films de Bergman y Dreyer, pero inesperadamente sólo querían ver películas de Woody Allen. Scott Walker en ese mismo tiempo escuchó y cantó a Jacques Brel, experiencia decisiva en su carrera. Leyó a Camus y Sartre, y en una reciente lista donde cita sus diez películas favoritas aparecen, entre otras, El caballo de Turín de Béla Tarr, Historia del último crisantemo de Mizoguchi, La chica de la fábrica de cerillas de Aki Kaurismaki o El viaje de los comediantes de Angelopoulos.
 
Sin duda, Scott Walker es un yankee particular. Su mirada se desvía, rechaza orbitar alrededor del ombligo cultural estadounidense, busca otros prismas fuera, se extranjeriza. Por su parte, Chantal Maillard, aunque de origen belga, llegó a España con apenas trece años. Sus primeras referencias literarias son francesas (Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Apollinaire) y en francés escribió sus poemas de adolescencia. Más tarde, su formación universitaria decantó sus preocupaciones intelectuales hacia los sistemas filosóficos y estéticos orientales, especialmente, los de India, país en el que pasó temporadas viviendo e investigando. Así pues, los préstamos más inmediatos que destila su obra no pertenecen a la literatura española y ni siquiera a la literatura, sino a la filosofía y la estética de Oriente. Aunque escrita en castellano, la obra de Maillard no se enmarca en la tradición que la acoge: extraña y extranjera.
 
Tanto Scott Walker como Chantal Maillard parecen interesados en manifestaciones artísticas e intelectuales surgidas en espacios geográficos alejados de los suyos. Sus obras, acariciadas por estos curiosos gustos desbordan los cauces esperados en sus contextos, de hecho, no sólo los desbordan, van por otros cauces, en solitario. Y en solitario discurren, sin embargo, juntas. Las extrañas miradas de Chantal Maillard y Scott Walker han tejido dos obras (una literaria, otra musical) muy cercanas. En ambos caminos, la preocupación intelectual y estética por otras culturas ha significado también un extrañamiento de sí mismos. Extrañar lo propio y extrañarse. La escritura y la música para Chantal Maillard y Scott Waker son métodos de búsqueda artística y vital, pértigas hacia el conocimiento y el autoconocimiento. Sus andaduras, honestas, sinceras, les han llevado a descreeer de sus primeros trabajos, a descreer incluso de sí mismos, en un fiero y brutal viaje hacia el rostro atónito e impuro de la extraña critura viva.