¿Y no es esa la rebelión? Pesado salgo a esta oscura noche; armado con lo impensado: hinojo, brioche y ciruela. Esta eternura, indispensable a la hora a la que ronda el embrutecimiento.





Lo más cercano que puedo volver a acercarme a aquella alfombra espesa, espumosa, verde espinaca e irregular. Mi abuela me hace cosquillas en francés, y los dos nos olvidamos de quién de los dos había irrecuperablemente naufragado. Coquine, ella desliza unas avellanas sobre la alfombra para que yo resbale y me caiga. Una manzana, siempre una manzana, irrumpe y rompe los ladrillos de Liesse.





¡Ahí se desubicó la vainilla! Mas la ciudad vieja respira y se diseminan las ácidas hormigas. Un desconcierto en el momento indicado impide que se lleven las ciruelas horneadas. Nos agemelamos en lo desquiciado y habitamos calles donde cada edificio tiene enfrente su propia antítesis que le devuelve su expansión digerida por estómagos pasados, novedosos. El chiste de una esquina aledaña que chocada pierde el control y se sale del camino. Atraviésannos baldes de complicidad lúcida en su diferencia, humor y juicio.





No es que haya llegado tarde el salsafí. Perplejidad fusiforme el orozuz: advenedizo terciopalo que muy pronto se volatiza dando lugar a las caricias silvestres que van vistiendo vestutos vernáculos frescos, son frescos, ribetes engastados en el oro sucio de los nombres que te di.



Demoníaca dekkera se ríe, mas benévola guiña y decanta una guinda. Salmuera nunca mezquina, y no puede no decir cosas que abren llaga, con los crujidos vinílicos de alguna ciruela, sonido parado sobre su propia sombra. Así sí es cantor de la mejor menta de campo y en un balcón, piedra mora de aquellos montes, molinos, abre un pote de manjar blanco.