El aliento de klai


ALEJANDRO CÉSPEDES
















–Mi padre no me reconoció como hijo suyo. A los seis años me dejó en un orfanato. Ella lo prefirió a él. Un día vino en su coche a ver a mi madre. Le dio dinero. Le pregunté: ¿Quién es ese? Al principio no me lo decía. Después me llevó dentro y me lo dijo. Cuando ya se marchaba le llamé “papá”, pero él respon-dió: “No te conozco. Tú no eres mi hijo. Eres un huevo que no ha incubado nadie”.

Son seres fenoménicos.
Fantasmas de ciudad que extraen sus atributos de un eclipse.
Apariencias, almas con esqueletos deformados,
cuerpos que se sostienen sobre los hilos rotos de la urgencia, palabras sin cartílagos, evanescencia pura,
inaprensibles igual que los ctenóforos.
    
Nada cambia saberlo o ignorarlo.
Siguen profundizando en la cantera de su propia ira.
Extraen piedras preñadas para una nueva losa
sobre los cielos de su sepultura.

Empiezan a añorar lo que aún les queda.
El flujo de las formas se detiene
y los ojos, en su necesidad, fingen el vuelo.
Se eleva el desconcierto de quienes solo pueden
ver la transparencia del espíritu etéreo que habita en el sopor del disolvente. Unos niños ascienden pisando los peldaños
de una escalera flácida. Se desdibuja todo en su cerebro
y su mundo es ahora una casa desierta.
Se desangra la tarde en la mirada inhóspita
de unos cristales rotos.
Por dentro de la bóveda de una bolsa de plástico
se condecora la supervivencia.
Todo lo demás sobra.
–Aspira un poco más, pero no mucho.
­–¡Venga!, ¡pásalo, vamos!

La vida se reduce al óleo inacabado de una ciudad desierta.
En mitad de la calle, el pintor ha dejado sombras inconclusas.
Faltan cuerpos y sobran
ojos indiferentes,
sobra el hielo y su herida en todas partes.
Solo una mancha oscura sobre la superficie
testifica la ausencia de lo que ni siquiera soñó llegar a ser.  

–Eres un huevo que no ha incubado nadie.
–Aspira un poco más.

Todo lo demás sobra.
Ya llegará el tiempo de que el árbol repose sobre el pájaro
y anide y alimente a sus ramas con la leña cortada
de unos seres humanos deslumbrados de tanta indiferencia.
Ahora solo inhalar.

–Aspira un poco más.
–Eres un huevo que no ha incubado nadie.

Ya llegará ese tiempo en que la vida
se extrañe ante sí misma y pierda el rastro
y no vuelva a encontrar su recorrido.
Tiempo de que el espejo se desprecie
y nadie pueda en él hallar su imagen
y entre la siderurgia de una infecta memoria
la sal busque el consuelo de una lágrima seca.

Anatoliy pisa los cepos del recuerdo.
Una serpiente se enrosca en sus tobillos,
nunca se saciará bebiendo esa herida.
–No tengas miedo, ven.
La serpiente repite:
–No te conozco. Tú no eres mi hijo.

El sol ya da la vuelta.
El hielo arde.
Hasta la estatua busca compañía.




Los niños que están siendo grabados por la cámara
no saben que el dolor de un violonchelo
rasgará sus silencios en la banda sonora.




***




Detrás de unas inmensas naves abandonadas hay un solar desierto en el que se cruza un laberinto de raíles y donde se hacen chatarra decenas de viejos trenes. Pero por la noche, ese páramo de hierros oxidados es el mejor refugio para zorros y perros callejeros. Dentro de aquellos trenes olvida-dos se instalaron los niños de la calle. Parieron sus cachorros igual que las raposas y las perras. Allí los enterraron como abortos raquíticos de un girasol varado, como una pesadilla prematura; como un recuerdo que es premonitorio.


Sinrazones que nacen con el sepelio uncido al primer grito,
ahogadas en el fraude de su líquido amniótico.
Con la piel oxidada aparecían,
con los ojos cubiertos del verdín de las lápidas
recibían aquella luz primera.
Y quienes resistieron contra los vaticinios
se abrazan a sus madres: unas bolsas de plástico,
ubres de las que maman pegamento
y respiran los gases de un delirio barato.

Hoy los que sobreviven, esos seres minúsculos
construidos con papel de periódico mojado,             te miran.
Con sus ojos de amianto pisan sobre el ardor de tal mentira.
Subsisten con las marcas de su genealogía,
                         conservan las arrugas de un papel que se estira.
                         Los niños que nacieron sobre camas de ortigas,
aquellos que crecieron en la fe de una casa traspasada
de norte a sur por vigas de alfileres,
esos humildes seres transparentes
a los que el sol dejaba desvalidos,
lastrados ante un mundo culpable en su desprecio,
aquellos moribundos siguen siendo
los pútridos cadáveres que hoy laten
en un recuerdo embalsamado en vida.




***




–El mundo es así y siempre será así. Sé que voy a morir, pero esta noche voy a soñar que me baño desnuda en una piscina de vodka. Soñaré con un globo de esos que vuelan y yo estaré allí debajo. Todo un globo de klai para mí sola.

Cuando Olya se levantó a mear de madrugada
Ksyusha estaba despierta.
Cuando la volvió a ver por la mañana ni se había movido.
Tenía los mismos ojos asombrados de anoche.
Fijos en las estrellas se quedaron, abiertos como nunca.
Fue la única vez que vio su cara plácida.

Nadie sabe cómo se enteraron,  pero por la tarde ya habían aparecido los cabrones de servicios sociales.
–Ahí la tenéis, ¿no la queríais? Ya podéis devolverla al orfanato.
Pavel nunca se calló lo que pensaba.
–Pavel es el que tiene los cojones más grandes, por eso le admiramos. A los policías les dice a la cara lo que son, a gritos, aunque le cueste caro.
–¡Dos huevos grandes, Pavel! –dice Olya–. Me gustaba cogérselos cuando estaba follándome. Lo hacía bien, aunque él creyese que aquello era un castigo. Incluso alguna vez le provocaba dándole una patada a la botella de la que bebía o escupiendo en su lata de comida para que me lo hiciera. Pavel era el más fuerte pero no era tan duro. Creo que solo aparentaba ser un hijoputa.

Decían ella como si fuese un saco de patatas
del que hay que deshacerse porque se han podrido.
Seguían hablando de ella, incluso muerta,
como algo que estorbaba. Discutían del coste del cadáver.
Había que quitarse de encima aquel problema.
–Si es de Yugan que se la lleven los del ayuntamiento de Yugan. Y si no que la recojan sus padres.

Ksyusha no tenía padres. Nació igual que los otros,
de un momento con ansias de inminencia.
Esa misma costumbre que se llevó a su madre
después de una paliza. De aquel que la engendró…
quién sabe nada.

Cada vez que decían ella, Olya escuchaba su nombre:
no Ksyusha, sino Olya.
Los nombres, en su mundo, son espejos,
y esos seres llegados de otro mundo
que han perdido el consuelo en el trayecto
dan cuerda a su diluvio de relojes.  
Tictac tictac tictac tictac tictac…
Ojalá que sus vidas solo fuesen una bomba de estruendo  
dentro de una existencia imaginada,
pero su realidad es una máscara que se ajusta a su cráneo
con un alambre tenso.

A Ksyusha le taparon los ojos con su falda.
Ahora ya no vería más estrellas.
Ksyusha no tenía nada debajo del vestido.
A aquellos funcionarios de servicios sociales
debió de parecerles más intolerable
tener que ver los ojos de una niña con restos de cometas
que aquel coño enfangado, mientras continuaban debatiendo
sobre dónde enterrarlos.

A Ksyusha nadie en vida le había dedicado tanto tiempo.
Ksyusha murió en el fondo de la noche
con una cruz de alpaca sobre su mano abierta.

Un granizo hecho de pájaros enfermos
estalla sobre el techo de uralita
y una soledad ávida de cuerpos se atraganta en los charcos.

Ya saben lo que harán con el cadáver.
Le quitaron la cruz y la tiraron.
Ahora Ksyusha ya no tiene nada.


Ahora en su mano abierta cabe el mundo.


En su coño cerrado
                                        la miseria.




***




–Se me acercó un hombre. Quería que viésemos unos vídeos en el hotel. Yo al principio no quería. Me prometió muchas cosas y me lo pensé, supe que era algo malo. La gente buena no suele prometer cosas como las que él prometía. Luego me ofreció 500 rublos.1 No creo que pensase que era puta. Estos saben muy bien dónde elegirnos. Por si acaso le dije: Muy bien, vamos. Las putas y las mujeres son lo mismo porque toda mujer vale, sea de casa sea de calle.2

Hoy es viernes allí, aquí no importa.
Todos los días son el mismo día y los años
una desviación de las expectativas.
Casi ninguno llegará a los quince.
Tampoco importa eso.
No saben cuántos tienen,
el recuerdo es un lujo innecesario.

Lyuba lo ignora, pero no va a cumplir los trece años.
Habla de las mujeres y las putas
pero a la única que en realidad conoce
la ha llamado madre durante siete años.
Su entorno, como ella, son mendigas y niñas de la calle.
Las demás son cariátides de boquitas pintadas
que surcan el asfalto sobre absurdos zapatos.
Por eso bebe vodka,
para que el mundo sea una mentira.
Cuando salió del hotel era ya sábado.
No ha comido. En la ribera oeste del Moscova
los altos edificios fingen anorexia.
El Swissotel Krasnye Holmy, que se mira los pies desde las nubes, la descubre cruzando a la intemperie.
Diminuta, no puta. Lo dice: –No soy puta.    

Todo lo que se dice ha tenido alguna vez su cáscara.
Cortezas para que las palabras pasen distraídas.
Gemidos milenarios se enemistan en su banal intento
de que un ser anodino los pronuncie,
pero solo son corpúsculos de polvo, mónadas desgastadas
al trasluz de un reflejo atormentado,
sombras de unas palabras agudas como escarcha de Siberia
que han perdido en el grito sus espinas
y entre aullidos de niebla perforan el silencio de las bocas.
A cualquier precio piden coherencia.

Lyuba pronuncia puta con los muslos manchados por la savia
del perfecto marido de una de esas cariátides.
Eso tampoco importa. Ella no juzga, no ordena realidades
ni las cambia. Escupe en el concepto de armonía.
Solo es un cuerpo hueco, la machina animata
de un pensador misógino.
No ha comido.
Acaba de follar con un extraño.
Acaba de esnifar su mejor golpe.
A los pies del Swissotel Krasnye Holmy                 
                                                                                se derrumba.
Hoy es sábado allí, aquí no importa.
Allí no hay ningún Nietzsche que llore sobre ella
y que la abrace.  Nadie perderá por Lyuba la cordura,
vivir es un oficio de cariátide(6).
                                       Cariátides de boquitas pintadas
que sonarán los mocos en un kleenex y tirarán al suelo
la envoltura de un sandwich de GlowSubs.
En su mundo relinchan mil millones de veces
las alegres campanas de ridículos WhatsApp.

Kundera quiso creer que Nietzsche pidió perdón al caballo
en nombre de Descartes.
Las Lyubas de este mundo no saben de Kundera,
de Nietzsche, de Descartes.
Eso es también un lujo innecesario.
Vivir es un oficio de cariátides.


En ruso, la palabra nombre se pronuncia “Imya”.
“¿Cómo te llamas?”, en ruso se dice “Kak tvoyó imya?” o “Kak tebia zovut?




Sobre la mesa de la habitación 615 del Swissotel Krasnye Holmy, un hombre de sesenta y siete años cierra un libro:
Ruso para el viajero, editado por Lonely Planet.




Notas
1500 rublos, al cambio del año 2005, eran 14 €.
 2La frase  “Las putas y las mujeres son lo mismo porque toda mujer vale, sea de casa sea de calle” es literal y está extraída del vídeo “Los niños rata de Méjico D.F.”:   https://www.youtube.com/watch?v=VUKrIyM0uEQ






(Los textos pertenecen al libro El aliento del klai que será publicado por Olifante Ediciones en el mes de septiembre. El libro, escrito entre 2002 y 2005, tiene su origen en el documental Children Underground (Edet Belzberg. EE.UU. 2001), pero fue Los niños de Leningradsky (Dzieci z Leningradzkiego, Hanna Polak y Andrzej Celinski, Polonia. 2004) la película documental que configuró definitivamente la espantosa escenografía sobre la que se mueven los personajes del libro. Todos los niños que aparecen tanto en los documentales como en el libro son, tal y como los define el diccionario, seres incompletos, ninguno llegará a la edad adulta, ninguno cumplirá los 15 años. La mayor parte de su vida ocurre bajo tierra, en estaciones de metro, alcantarillas… en estado larvario.)