De la ternura y el hielo o cae la nieve sobre Barcelona

ISABEL MERCADÉ









Voy adonde amo y soy amada,

hacia la nieve.
Hilda Doolittle



Desde mi sillita en aquella cocina, miraba a mi madre trajinar. Era alta, espléndida, con unos impenetrables ojos verdes. Yo creía que todas las madres eran así: con esa belleza distante.  Una mujer que jamás me abrazaba, que parecía sentir incluso cierta repulsión cuando no le quedaba más remedio que acercarse a mí.

Aquella Navidad acabábamos de mudarnos los tres solos, mi madre, mi padre y yo. Entonces todavía ignoraba qué iba a significar tener a mis abuelos y a mis tíos tan lejos, de pronto prácticamente inaccesibles desde aquel lugar lejano en el que mi padre, con sus ahorros de los “prósperos” años sesenta, había conseguido por fin un piso. Mi padre quien, con esa excusa del mucho trabajo y esfuerzo, me había dejado en las manos de mi madre. Ignoraba también todavía el significado de la palabra hostilidad.

Fueron llegando todos. Unos, a bordo de una línea de metro que recorría toda la ciudad. Otros, en el recién estrenado utilitario. Mi tío, el más guapo, el más joven, el que me había llevado de la mano tantas veces de paseo con sus amigos, en su vespa. Paseos imborrables. Ellos, mi tío y sus amigos, deambulaban por las calles del Eixample hablando de infinitos (para mí) temas. Yo escuchaba con esa intensa y disimulada atención de la que sólo son capaces los niños muy pequeños. Habría sido un gran aprendizaje si después no hubiera llegado el hielo.

Uno de sus amigos tenía una guitarra. A veces, se reunían en la que entonces era mi casa y cantaban canciones en idiomas que jamás había oído, pero que, intuía, representaban algo extraño y bello, algo que no tenía nada que ver con lo que podía escuchar en la radio que mi abuela sintonizaba.

Y, de pronto, empezó a caer la nieve, lenta como algunas caricias, silenciosa. Las calles quedaron completamente cubiertas y los transportes paralizados. Al anochecer, comprendieron que no podrían marcharse. Se improvisaron camas en todas las habitaciones, incluida la mesa del comedor.  Yo sufría viendo cómo mi abuelo se disponía a acomodarse en ella. Mi abuelo era todavía joven, y fuerte, y muy, muy orgulloso, de modo que esa debió de ser la razón de que eligiera el peor lugar. No soportaba la idea de que pudiera caerse, de que pudiera hacerse daño, de que pudiera perderlo, de que nunca más su fuerte mano me llevara, segura, con mi cubito y mi pala, y mi vestidito a la moda, que había cosido mi abuela, hasta el parque. No sabía que iba a perderlo de todos modos, muy pronto, de vuelta a la distancia, cuando la nieve desapareciera.

Pero aquella noche me acomodaron en una cama entre mi abuela y mi tía. Dormí, envuelta en calor y afecto. La vida era, increíblemente ahora, dulce, tierna y, sobre todo, segura.

No recuerdo muy bien cómo fue el despertar ni cómo transcurrió aquel día, y la siguiente noche. Sí veo muy nítidamente la alegría. No sabía que sólo, mientras estuviera la nieve, estarían ellos.

En algún momento del tercer día debieron de decidir que había llegado la hora de intentar el regreso. No tengo ningún recuerdo de cómo lo consiguieron. Solo sé que lo hicieron probablemente mientras la nieve siguiera blanda y segura.

Y yo me quedé para siempre en aquella casa sola con la reina de hielo. Cómo transcurrieron aquellos años, me preguntas. No lo recuerdo bien. La memoria, lo sabes, es selectiva y, al parecer, tenía mucho que olvidar. Los helados ojos verdes.

¿Has visto Melancolía? Recuerda a esa hija incapaz de amar, pero sí de adivinar cuántas habas hay en un recipiente. Recuerda a esa madre inaccesible. Recuerda a ese padre, un cuerpo tan presente como ausente.

Una vez –no había descubierto todavía, del modo consciente que dejé consignado en mi diario, que no todas las madres eran como la mía y, sin embargo, escribía relatos en los que solía aparecer alguna madre terrorífica- un amigo me mostró una foto de sus hermanos mayores en aquella Navidad. Estaban esquiando en la calle Balmes. Bajaban hasta la Plaza Cataluña y volvían a subir a pie.

Ese amigo había intentado amarme. Ese amigo que también tocaba la guitarra y cantaba, que era deportista, que se asustaba cuando le mostraba, a veces, las cosas que escribía, ese amigo intentó amarme.

Yo siempre encontraba una buena excusa para alejar a quienes buscaban u ofrecían calor o cariño, aunque aparentemente tuviéramos un importante punto de unión, una suerte de creencia marxista sobre la que, igual que Althusser, hablábamos sin apenas haberla leído. Pero era una teoría racional, sin fisuras y a mí me servía. Es tan fácil agarrarse a los conceptos.

Más tarde, cuando el marxismo amenazaba con dejar de serme útil, vino el feminismo y fue el siguiente clavo ardiendo que me permitió continuar con la minuciosa elaboración de mis enmascaradores análisis.

El hielo de la reina madre me había ido recubriendo con sus sucesivas capas una y otra vez durante demasiado tiempo. La memoria de la nieve se había agazapado hasta hacerse irreconocible.
 Pero algo maravilloso ocurrió. Algo terrible y salvífico, como todo ángel con forma humana. Alguien a quien yo llevé de la mano y que me obligó a amar y abrazar y sufrir y proteger y cuidar.

Hubo deshielo, no sin dolor, y quedaron esquirlas. A veces descubro alguna y entonces hurgo y hurgo hasta que consigo arrancarla. Aunque también es una caricia, un tierno copo que cae suavemente.