Da el sol en los caballos


EVA CHINCHILLA









Corrían, se alegraban y brincaban delante de la poesía,

ese mar alegre del plancton luminoso...

El amor de todos los caballos del mundo se hace presente continuo.

(Anónimo familiar, colectivo)




Da el sol en los caballos.

Da el sol de octubre en los caballos que padre y madre han grabado a fuego

cuando eran jóvenes y se querían se querían, tal vez, con un amor galopante.

Gira el torso uno de ellos hacia la otra, en escorzo imperfecto que más pareciera de centauro – ¿la mitad más humana de mi padre?- para reclamar, sobre la madera pirografiada, que continúe el juego. ¿O es que no puede dejar de contemplar, aún en movimiento, la elegancia de la otra? ¿Augura ya la demanda que ejerceríamos padre y la prole de tres hijos nacidos cada 12 meses, uno detrás de otra, en torno a ella?  

Ahora que la primera luz, mediterránea, me hace tomar conciencia de esta tabla, aprecio su trayectoria: parece segura, como trazada de antemano, antes de ser intervenida por el juego del cortejo.   

Madre potrilla, madre yegua, soy estela previa de una luz que no nace en ti, mas en ti desemboca, a ti me gira.

Me toco las patas, el cuello largo, cada vez menos terso – a menudo me repito que durante ocho meses fuimos la misma- y una crin punzante que amenaza en la barbilla. Madre, envejezco.

Puedo ver cómo la tabla se alarga hacia el ocaso, se hace friso; lateral de un templo con el que no he dado hasta ahora;  puedo leer en ella lo que fue grabado, a fuego lento unas veces, otras al ritmo de lo que se cauteriza; y paso las yemas de los dedos de la imaginación por sus vetas, cicatrices del sentido y consentidas, y palpo con mis pezuñas también lo que no entiendo, esculturas exentas, actos a medio hacer, deseos tuyos que la culpa camufló en abstracción. Me figuro.

En penumbra, topo con una yegua vieja que parece inquietarse a mi llegada: así que no acerco mi cabeza, ni acaricio su grupa; tranquila, no voy a subirme; ya, ya está;  parece que mi tono de voz suave, apenas susurrado, la calma.  ¿Necesitas algo? Ya, ya sé que te cuesta pedir, que tú amaste activamente dando. Resopla, me está pidiendo que me calle. Vivo en presente continuo, que es el tiempo de la eternidad.  


Reluce la estela marina, me deslumbra y limpia mis pupilas para que pueda ver lo que antes no veía, llegar adonde no llegaba.


Un poco de agua fresca, a presión, sobre los cascos de sus pies.  Pido que le quiten los herrajes, ahora que ya no va a poder galopar más, no tienen sentido. Le hará daño. Más daño hacen ustedes con protocolos de quimioterapia no ajustados a cada caso: quíteselas.   Y  la desato.


Suavemente acerca su cabeza hacia mí, me toca con el hocico.


-    Si pudiera alimentarme sólo de agua de sol


Así haremos. Yo te la traeré del río. Del tramo donde vea caer el primer sol de la mañana.


Apoya delicadamente su cabeza en mi cuello, después de un relincho bajo, suave. Nos quedamos muy quietas así, en el abrazo.


La ausencia irreversible de la madre es vía láctea. La superficie del mar no la refleja, mas la embebe. Vida minúscula y submarina la recibe con naturalidad, como el plancton, o el movimiento –previsible con la edad- de las mareas.  Y al amanecer, algo brilla en la superficie del agua salada, ensolecida.  Deslumbra, y nutre, y duele y


nutre


Superficie de agua salada, madre ensolecida, a ti, que ya no duermes en la noche, expuesta a la sabiduría de la vía láctea, te lo pido: dame de beber.  


Me da ella de beber agua de mar; bebemos juntas; yo reticente, a sorbitos. Ella con ansia.


¿Madre, te llevo?