Cut scenes: las interferencias MAURIZIO MEDO 1.
Inmediatamente después de la idea: Mamá prefirió abdicar de tal presente. Huyó a través de una foto aparecida en La Stampa, un día de los años 40, sin encontrar más recompensa que las ruinas de esos años perdidos. Debió aparecer esta foto: Por el planteamiento de su estructura Las interferencias no debía revelar un final, sin embargo, existe. “Apareció”, o más claramente, pudo escribirse después. 50.
Ninna nanna, ninna
oh,
questo bimbo a chi lo do? Lo darò alla Befana1 Che lo tiene una settimana Lo darò all'Uomo Nero2 Che lo tiene un anno intero No puedo creer que yo ya sea un simple viejo. Pero descubrí que las cosas comienzan a suceder simultáneamente, y en relación inmediata con otras mientras sospecho, refunfuñando, que una buena parte de ellas ya había sucedido. Ahora traen a mi mente una guerra. No como en esos cantos partisanos, sino de una forma mucho más sutil: pienso en el musgo que cae sin gloria sobre el pétalo de una rosa eslovena, o en algún tic molesto, escrito con bolígrafo, cuando decidimos apostar por el lenguaje de señas, sin interrumpir más la tenebrosa lírica de esa antigua canción de cuna. 51.
«Juventud» se titula el sueño donde voy cuando la noche da la vuelta acompañado siempre por la misma corazonada: su sentido fue real, y aunque ya no distinga sus huellas, pervive invisible. No como un remoto punto ciego que yugula las fechas en una hectárea de nuestro incierto campo biográfico. O como la imagen anacrónica de algo que apenas se recuerda, sino, más bien, asoma como la posibilidad de que todas las cosas hayan ocurrido de otra manera, la más adecuada para poder secuenciar sus escenas de acuerdo con el diseño del mito “El laberinto y el minotauro” hasta que el héroe pueda salir vivo de ahí. Me gusta Spicer, aunque los griegos desconfiaran de todo cuanto resultara predecible. Creían, más bien, que detrás de lo que aún no vislumbramos —al menos, no nítidamente—se encontraba aquello que nuestro pudor provinciano atina a llamar felicidad. Ya no hay cómo reemplazar los términos ilusionándonos en adecuarlos de acuerdo a sus contenidos. Ello implicaría reescribir el presente. No el sentido. Y como precisamente eso es de lo que carece, no pretendo reemplazar nada. Las cosas han de verse solo una vez, mientras suceden, y como las estaciones no son más de lo que significan, no creo posible idealizar cierto período con la misma certeza del misil termodirigido que vimos colisionar con la sinagoga, la noche que aprendimos a no a confiar nunca más en el clima. En el sueño no se me reveló nada urgente. «Todo está arreglado», advirtió el destino pensando, tal vez, en una suerte de lay provenzal cuyas palabras ya estaban escritas. En general, los sueños carecen de esa teatralidad, tan necesaria para vaticinar lo que ocurrirá una vez que el invierno ya se haya ido. No me dijo de dónde advino el polen de la primavera, un centenar de veces entre la noche de fin de invierno y la primera aurora estival. En el sueño también ocurría, pero de un modo diferente. El protagonismo recayó sobre la brisa donde apareciste para que yo pudiera respirar sobre ti, como el monstruo que, de pronto, se yergue reclamando todo el laberinto para sí (y después se pierde, solo, en medio de su entraña invisible) En el presente también es así. Hace falta valor para quedarse. Y aún más para cantar: «oh flor de lis, /oh flor de lis dorada». Aunque los viejos no lo hagan así. 52. Si Verona pudo abrirte el corazón, aquí te ofrecerán los dulces de regaliz que tu infancia olvidó en el claro del bosque de ese tiempo novelado, por el que nadie más pareció interesarse. Tal vez fue culpa del mar. Está solo a unos cuantos pasos, los necesarios para significar todas las cosas que quiso decirnos, antes de que las pueda traducir el porvenir. «Las cosas sin hogar representan un mundo», advirtió el abad Boero la tarde en que le vendí mi alma por una sola gominola, mientras los obreros pulían las puntas de la estrella que todavía simboliza la esperanza en lo más alto de la cúpula. En Camporosso el pasado parece capaz de alternar con el presente pero como una entidad mucho más viva. Como algo similar a una obra de arte que espera impaciente el arribo de un nuevo siglo. Los habitantes, que, tal vez lleguen a quinientos, si contamos también al fantasma que vimos correr, no consiguen comprender que, en alguna latitud de la historia, la sangre puede amanecer como una burbuja en el carámbano, mientras aguardamos que nuestro pasado se desvanezca. El abad recordó a mi madre. No exactamente, pero sí muy dispuesta «a fare qualsiasi cosa per te», con tal de verme tranquilo mientras él pensaba en otras frases capaces de cambiar mi perspectiva. No mi ánimo, eclipsado aún por dicha pérdida. Fue todo lo que Boero pudo conseguir. El habla popular no ofrece consuelo. Tal vez solo dos o tres frases que, luego de reflexionar, vuelven a descubrir a todo ese dolor impertérrito masticando una lechuga con la ilusión de estimular el sueño. 53. De pronto, una adivinanza pareció avivar el hilorio dentro de la mansión antigua. Tanto así que la historia pareció salirse de su habitual punto de encuadre sin importarle más la perspectiva. —Esto no podrá corregirse después—le advertí. Constanza Boero me juró haber visto al fantasma en las cercanías del lugar donde estuvimos conversando sobre la vida real del resto de mujeres, quienes, a pesar del jolgorio, amanecerán enjauladas por los travesaños de las sillas cosiendo a mano, y con atril antiguo, sin una máquina con qué poder hilar materias vivas. La rueca es un símbolo. No las representa. Aunque Camporosso sobreviva gracias a ellas. Las hilanderas son solo una atracción turística. Lo es también el abad. Y ahora, de pronto, el fantasma. No hay más. El abad advirtió a Constanza: «erano solo lucciole». Aunque nunca dejó de sospechar de una exnovia suicida, afiebrado por esos sentimientos de culpa primitiva. Yo pensaba en la Strega Befana, tal vez por esa tenebrosa canción de cuna, que cantan otra vez las hilanderas. En mis sueños la Befana proyecta aún una sombra mucho más grande que la del vampiro en el filme de John Carpenter de 1982.Es cierto, en ese filme el vampiro jamás apareció, pero, ¿por qué, de pronto, me descubro con la sensación de quien está viajando hacia atrás antes de que la noche llegue para conocer el lugar donde formará parte del mundo? Nunca vi «El túnel del tiempo». Tampoco el punto de la historia que un día me fue prometida, como si con la sola promesa esta ya se hubiera cumplido. Yo no le pido nada a la poesía. Mentirá. Me da lo mismo. 54. Así amanecen las hilanderas, con el eco de la misma canción de cuna. Mi abuela creía que debía cantarse entre las calas boreales de cada mediodía, cuando los niños, cansados ya de ver tantas sorpresas, empiezan a creer que una canción tiene algo que ver con la vida. La hilandera más joven está frente a mí cardando lana en medio del rebaño. Mientras, la vida transcurre en una prosa tan dura que puede prescindir del dramático encanto con que se tuerce la vid en medio de este poema. Como si tal imagen formara parte de un sueño bucólico, y tal como lo dispuso la anterior primavera. «Faresti meglio a restare qui», susurra Boero. Yo me imagino a una nueva versión de Orfeo, bendecido por una fragancia sofocante que parece transformar todo lo que toca en música, jubiloso de participar en la fiesta que celebrarán mañana después de haber vadeado los ríos, detrás del desfiladero, y así por el resto del futuro, Igual que desde hace siglos. Aunque nadie consiga ponerse mis zapatos. Ningún héroe. Ellos van por otros linderos. 55. Isaías lo dijo bien: cada hombre debe caminar sobre su propio fuego. No en teoría. Como una presencia. Quizá esa sea la clave de todo el arte humilde que se expresa a través del antiguo drama de resignarse a escribir como si fuera la traducción de algo que ya antes fue escrito y sobre la habría que explorar más, aun cuando las letras se disuelvan en varias series de signos inconexos. Más tarde leeré lo que otro escribió cuando éramos niños y jugábamos a invocar la primavera con el fin de apresurar los rituales agrícolas bajo la luz del falso solsticio del verano. Lo sé, me estoy perdiendo en diferentes perspectivas buscando rescatar las cosas que dejaron de ser lo que parecen. Querría adoptar el pragmatismo bostoniano de Susan Howe en un boceto que afirme: «La tierra se ha alejado del sol y es de noche». Pero esta es solo una no del todo elegida. Durante estos días la lluvia estrenó un nuevo fraseo. Rumora sin demasiado eco. No como como tal vez debería si se trata de representar algo que signifique un presagio favorable, mientras la mujer del clima recomienda quedarnos en casa pues «el tiempo no es un acontecimiento. Se trata de un síntoma». Nos confunde. Tanto como la frase: «cuatro estaciones circulan en torno a un año cuadrado». Maggie Nelson nació en San Francisco. Carece del pragmatismo de Howe, al menos al hablar de los trastornos del clima. El clima no podrá consolarnos. Es otra forma de habla. Lo que ocurre en la tierra no puede escribirse en el cielo. Ambos disienten. 56. Sabía que ellos habían venido de aquí y que, algún día, yo tendría que cerrar el ciclo sin olvidarme nunca del sentido de las promesas que cruzaron las tormentas, hace dos o tres generaciones (y que yo también aprendí muy bien ) cerciorándome de que aún estoy ahí, en las distintas dimensiones que el verbo «estar» consigue poner en juego. Sin el eco de esas promesas no aparecería más con un acento similar al de un libro de modales para un safari en medio de lo que está por ocurrir. No con el propósito de trazar una línea de tiempo que pueda considerar también ciertos vaticinios, en la medida que resulten fiables en un país donde siempre será mañana, si no para recordar que, conforme envejecemos, el camino que una vez recorrimos, buscando quizá solo una magra ración de consuelo, y donde el destino apareció entrometiéndose, también forma parte de la historia como un lugar donde huir de la muerte, ¿Era eso lo me quisiste decir? —No culparé de ello a una guerra— le digo a mi lejanía. Lo que allí sobrevivió te pudo salvar la vida. |