La ternura

UXUE JUÁREZ





Mientras sostiene otro peso

[ese peso 1]

el cuerpo de su hijo sobre sus piernas hace las veces de caballo, teleñeco, elefante al trote al trote al galope al galope y O. le cuenta que su mano no es una mano, sino una estrella, una araña y una tela que cubre a un muñeco de nieve con su naricisota, dice.

O. habla y se la lleva lejos, lejos del bien y del mal, del fuego, de las cenizas, del sonido de los aviones que hace dos días han comenzado a llenar el cielo. El cielo chico que cubre su casa llena de buganvillas que trepan como si ellas también olieran su miedo y quisieran huir antes de que sea demasiado tarde.

Pero las plantas no tienen pasaporte y arraigan y ella lo tiene caducado y no sabe echar raíces. Y su hijo le sigue contando que la fresa que se está comiendo tiene una luna dentro y que la luna lunera que resplandece ahora mientras rasgan la noche y cruzan la carretera vacía está rota porque una nube la muerde.

Y todo esto piensa ella hoy, esta mañana, medio dormida, a eso de las 7, cuando encuentra el cepillo azul y pequeño de su hijo con los dibujos rosas y amarillos de los monstruitos que él dice que son camiones, pero que ella sabe que no, que son monstruitos, pero O. tiene la capacidad de camionizarlo todo porque ese es el poder de la capacidad metafórica de un niño.
Como la de S. cuando narra una escena, cualquiera.
Como la de ella, ahora, que se conjura frente al espejo:

[3, 2, 1, kokoro
3, 2, 1, kokoro
3, 2, 1, kokoro

ahora es un corazón pequeño y rojo que se observa, latiendo.
su reflejo la apuntala contra la pared del baño

3, 2, 1, kokoro
3, 2, 1, kokoro
3, 2, 1, kokoro

ahora es un cuerpo diminuto que camina por una ciudad que una vez
supuso una isla azul en mitad de su vida
[que eso a veces era como decir “en medio de ningún sitio”],
una ciudad en la que cantaba una mujer japonesa que entendía el mar
en un espacio que ella no sabría ubicar esta mañana.

Los peces lamen su piel y saltan desde su boca a sus ojos,
desbordan sus hombros de mujer con corazón fuerte y pequeño
y desconoce si ha sido uno de ellos o algún monstruo marino,
pero algo le ha asestado una dentellada y la ha marcado breve
una mordida como las que asesta su hijo a las cerdas de su cepillo azul
porque todavía no ha aprendido a cepillarse los dientes y,
ante la duda,
un animal pequeño
siempre
muerde.]

Antes de apagar la luz,
mira por última vez ese cepillo y,
en el centro de la maraña,
la ternura abofetea su rostro

es esa misma ternura la que ahora adopta la forma
de un gato minúsculo que su hijo y ella sostienen mientras juegan,
tumbados boca arriba,
con la luz de la tarde que se alarga, pegajosa y leve,
sobre ellos
como un secreto

como el sigilo
que la lengua animal de ella invade
y aplasta rápido contra el paladar para detenerlo todo,
el peso de las cosas quizás,
[antes de que sea tarde o demasiado
y haya que salir corriendo hacia ninguna parte].

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1 Hoy, mientras su hijo juega con las motas de polvo que atraviesan el haz que avanza desde la
ventana
[pelusitas las llama mientras intenta atraparlas en vano. ríe],
tras escuchar el informativo en la radio del coche y sentirse como en esas películas en las que las
protas viven en estado de alarma constante en espera de la voz que dará paso a las bombas o no en
una cocina herido de guerra,
hoy
(mientras su hijo le pregunta zara oso handia, amatxo? 1 y le pega en la pierna para que le haga caso
y juegan una vez más con los claroscuros que se extienden sobre sus manos y proyectan sombras y
animales deformes y prehistóricos sobre la pared)
piensa que Polonia ya no es la posibilidad que P. y ella soñaron en el pasado por el simple hecho de
cruzar una frontera, un límite físico, a pie. Juntos. Y, mientras su idea inicial de Polonia se
emborrona, la sorprende que desde que se ha nacido madre ha aprendido la forma originaria del
miedo, la más pura, la más bestia, y que la angustia ha despertado su hócico húmedo y ha venido a
quedarse.
Y dice cosas como el estado del mundo. Como joder, qué va a pasar ahora. O como Y qué más da si lo
que tenga que pasar pasará y ya. Ese peso. E-s-e-p-e-s-o, se pregunta. Cómo calibrarlo.