TENERA

(dos escenas)

LAIA LÓPEZ MANRIQUE


La mujer ciega, cubierta con gafas oscuras, sale del vagón de metro en la estación de Liceu. Delante de ella, un perro lazarillo estira minuciosamente su cuerpo, tratando de guiarla. La mujer sube las escaleras tras el perro y avanza deprisa por el pasillo hacia el ascensor de salida. El perro se decanta hacia la izquierda y la mujer choca de frente contra la puerta del ascensor, golpeándose la nariz. Enseguida aparece en su rostro una mancha granatosa y brillante, y su expresión se vuelve de un dolor neutral, casi mecánico. El perro la observa nervioso, contrariado. Un hombre dice: “señora, se ha hecho sangre”. Ella no asiente ni niega; le pide que, por favor, llame al ascensor por ella. El hombre lo hace. La mujer y el perro suben en el ascensor. El trayecto hacia la calle dura exactamente 15 segundos. Una vez en la Rambla, la mujer se detiene un instante junto al perro. Busca un pañuelo de papel en su bolsillo y se limpia la nariz con un gesto lento y cuidadoso. Después tira el pañuelo, acaricia el lomo del perro con suavidad, como si quisiera consolarlo por su leve error, casi catastrófico. El perro mueve la cola. Al minuto, ambos continúan su camino.


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En la sala de espera de Urgencias se hacinan los enfermos en camillas incómodas. Ella está allí; yo he venido a visitarla. La localizo a lo lejos, al fondo de la sala, pero no puedo evitar quedarme en el umbral unos minutos. La distancia siempre fue mi protección, mi coraza abisal, mi fuelle de huida ante el piélago. Quiero verla antes de hablarle, de acercarme a su cuerpo desprotegido, a sus nuevas heridas, para mí ignotas. Poco a poco me aproximo, voy tomando forma ante su cara hinchada, ante el pelo negro despeinado que contrasta con la blancura de la bata de tela dura. Pero ella no me reconoce a primera vista. Está comiendo una compota de manzana sin azúcar. Escucho a la enfermera intercambiar con ella unas frases de ánimo y veo cómo se lleva el envase del postre. Al momento, por fin, me mira. Me saluda sin sorpresa, con un gesto poco ágil. Intenta hacer una observación banal que suena forzada. No la ha preparado. No está preparada para que yo irrumpa en este espacio y, al mismo tiempo, parece que mi presencia aquí no le llama demasiado la atención. Como si ambas fuéramos indisolubles, anverso y reverso, incorporadas la una a la otra. Las palabras se descuelgan de sus labios sin cadencia, sin música. Por ahora la han perdido. Mi lenguaje, a su vez, se torna parco y ridículo. Monosílabo. Doliente. Lo único que me atrevo a sentir es que estoy a su disposición. Un pensamiento compasivo y servil. Al cabo de dos horas, ya en el cuarto, dejo que se duerma aferrada a mi mano, que agarra con una fuerza axial, trituradora. Igual que los niños.


Unos días más tarde, escribo una nota que publico en alguna parte, sin saber si ella llegará a leerla:

La vida retorna. Somos sabias acaso cuando la devolvemos, tras una narrativa escurridiza y torpe, implícita, mediada, tan distinta y tan igual en daño y en ternura al resto de la especie.

Como si hubiera estado años esperándote.

Si yo -apenas- un calco o una hipérbole, mamá.”