La herida y el fantasma.
A partir de El dolor de Marguerite Duras y La especie humana de Robert Antelme, seguido de "De la Alemania nazi y los alemanes", de Robert Antelme. LAIA
LÓPEZ MANRIQUE
a) M.D. Initials: Robert L. vuelve a la vida. “Cuando me hablen de caridad
cristiana, responded Dachau”
Una
vez existió un hombre llamado Robert L. Una vez, durante los
últimos días de la
Segunda Guerra Mundial, ese hombre fue imaginado cadáver, fue
pensado y escrito
por una mujer como si estuviera muerto, fusilado en un campo de
concentración, aparcado,
obstinadamente abandonado en una cuneta. Una vez ese hombre fue
desposeído de
la vida en el pensamiento de una mujer que escribía un diario en
el año 1945. A
esa mujer la llamaremos M.D. Robert
L., deportado político de la
Resistencia francesa (en otra vida, Robert Antelme), estaba casado con
M.D. (en
otra vida, Marguerite Duras) cuando fue imaginado por ella como un
muerto del
exterminio nazi en La douleur, un
libro que propone una escritura que es a la vez raigambre y orfandad,
con la sola
retórica descarnada del acecho y la angustia de quien espera a
alguien a quien
no se cree posible volver a ver nunca. Todas
las experiencias cumbre de la vida podrían,
tal vez, sellarse en la bajeza. La trama vendría a ser
coincidente. Pensar o
escribir, en su estado más depurado, sería, así,
sellar la bajeza de la
experiencia, aquella minúscula ramita umbilical que nos enlaza
nuevamente con
la muerte. Marguerite Duras lo hizo. Marguerite Duras escribió
la materia prima
de La douleur y luego olvidó que la
había escrito; durante años la aquí llamada M.D., La douleur, el mismo Robert L. transcrito en el cuaderno
del diario
que dio lugar al libro, estuvieron escondidos en un armario azul de
Nauphle-le-Château, una de las casas donde Marguerite Duras
vivió y forjó su
obra. Así, no solo ella, M.D., la que había esperado, la
que durante meses no
hizo otra cosa que esperar a Robert L., sospechar su
desaparición, atender el
improbable teléfono, anotar nombres de deportados para un
periódico de la
Resistencia (entre los cuales nunca asomaba el de Robert L.) fue
olvidada y
reapropiada por Marguerite Duras como fantasma. También Robert
L. se perdió, también
el diario que contenía sus huellas suspendidas. En la
imaginación
de una mujer, Robert L. En la imaginación de una mujer, Robert
L. abatido por
las balas de los nazis. Cada vez la misma imagen repetida. El destino
de los
vivos es el desconocimiento de los muertos. En esa
contraposición, asciende la
duda hilvanada. Sobre el cuerpo, imaginado muerto, de Robert L., M.D.
anota la
vergüenza de vivir en París, al final de la guerra, la
vergüenza de comer, de
beber el agua que Robert L. no bebe, de escribir, de ser abrazada, de
sufrir.
Padecimiento que tiende sus garras hasta la región donde el
fantasma podría
tocarnos: ¿glándula pineal o espacio despejado, ajeno ya
al sonido? ¿Cómo,
dónde comunicar con lo que se cree ya muerto?
¿Volverá, imagen o triángulo de
deportado, ceniza, llamada en la noche?¿Robert L.? ¿VOLVERÁ?(Alguien
de mi familia fue esperado una vez por su madre. El hermano de mi
abuelo, un
joven que había ido voluntario a combatir por la
República en los primeros días
de la guerra civil. De él llegaron un día a su casa un
fardo de ropa y una
cartilla. Ese fue su residuo. Nunca se sabrá más de esa
vida no encauzada. Muerto
en la guerra. Tal vez fusilado. A veces intuido como haz de furia dolorida, ese chico. A veces
distinguido, imaginado por mí con un rostro, el pelo negro, unas
manos
longitudinalmente inciertas, manchadas . Los que sí
murieron y hacen
escala en los cuerpos de ahora, en mi propio cuerpo. Donación de
la memoria
ignorante.) *** Robert L. fue encontrado en Dachau
tras
la liberación, en la zona del campo donde depositaban a los
muertos y a los casos insalvables. Gravemente enfermo de tifus, muy
consumido, solo pudo ser reconocido por su dentadura. Ya fuera del
campo, acompañado por D. (en otra vida, Dionys Mascolo, en esa
época amante de Duras y después padre de su hijo Jean) y
su compañero Beauchamp, en estado moribundo, apenas hebra o
resto humano, Robert L. no podía dejar de hablar. Un cuerpo que
habla: en eso se había convertido. Un cuerpo que no se sostiene
en pie, un cuerpo desprovisto en absoluto (desprovisto de toda
“humanidad” salvo por el habla).
El
cuerpo de Robert
L. 35 kilos. Raspadura. Transparencia. Gluten. Hueso a través.
Cómo puede un
cuerpo. Cómo puede un hombre. Cómo pueden un cuerpo un
hombre volver a ser.
Cómo puede un hombre volver a ser cuerpo volver a ser hombre.
¿Puede? También
un cuerpo enfermo alberga su propio “conatus” (Spinoza). Lo
que hace que sea:
“natura naturans”. El empuje del fantasma. Eclosión
de lo que rompe la espina
de la muerte. Reducido a los mínimos de su existencia, Robert L.
insiste en
hablar. Antes de morir, quiere comer una trucha. Expresa su deseo,
aunque no pueda comerla. Solo por el
habla sobrevive. Un habla distinta. Lechosa. Un habla narrante, que
quiere
narrar, contar lo que asombra, lo espantoso. Quien ha pasado por
experiencias
límite lo sabe: el habla o su espejismo sobreviven. Existe un
habla que
sobrevive al hundimiento, a la cercanía o al presagio de la
muerte. A la extenuación.
Hablar entonces es hablar también una lengua fantasma.
LENGUA
FANTASMA (Yo, o una de mí, en un hospital: tratando de explicar
al médico, sin
que él me lo pida. Me observa, pero no me hace preguntas. Yo,
sin embargo, lo
que queda de mí, sigo aferrándome a la lengua. El cuerpo
devastadoramente vivo.
El cuerpo moviéndose por su cuenta. Moviendo sus agujas por su
cuenta. Mi habla
intemperie, hecha trizas, tratando de unir. El médico se
ríe. De pronto yo creo
que el médico quiere matarme. Lo creo por su ojo abultadamente
grande,
deformado, en mi ojo. Por la blancura de su cara. Por su modo de decir
tan
calmado y metódico: para él todo es controlable. Una
pastilla. Yo habito la
convulsión. Todo está indiferenciado e intento hablar,
¿para qué? Para hacer un
puente y para saber que ese puente existe. La enfermera me da un vaso
de agua.
Creo haber visto que ha echado una gota de alcohol etílico puro
en el agua. No
me la bebo. “¿Crees que te he
echado
algo en el agua?”, me pregunta. “Sí.” Se lo
digo. Dejo el vaso en el suelo. Mi
habla sobrevive. El habla que es el fantasma del habla que tuve. El
habla-umbral. El médico está al teléfono. Yo creo
oír una conversación que no
tiene. Sospecho que el médico quiere suicidarme por la ventana
del hospital.
Pido perdón a la enfermera y al minuto vuelvo a tener la certeza
de que ella
también me quiere matar. “Perdóname,
perdóname.”Mientras tenga habla, sabré que
estoy viva.
) La
imposibilidad de decir “estoy muerto”, como hizo el
Mr.Valdemar de Edgar Allan Poe.
“Estoy muerto”: ¿desde dónde se dice esa
muerte, esa contradicción? ¿Desde el
lindar o el telón que cae persiguiendo la propia caída
del hablante? Pero eso
no fue lo que dijo Robert L. Robert L.
eligió
vivir. Poco a poco tuvo lugar su recuperación. Poco a poco, ante
la mirada y el
oído de M.D., de D., del médico, de los visitantes del
piso que no soportaban
su visión (de tal modo un cuerpo se convierte en una argamasa,
en una mera
forma, como reseña Marguerite Duras en el libro), Robert L. fue
provocado a la
vida como un neonato. Nació al menos dos veces. Robert L. pudo
ser algo
parecido a una crisálida. La horrible demarcación del
cuerpo de la crisálida.
El cuerpo simplificado, apenas tejidos y reposo. En su forma
contrahecha,
aparece de pronto, bajo el pequeño fuelle insecto, el doble. Del
mismo modo
Robert L. apareció como alguien que se reinstala en un piso
vacío, en el que ha
sido su piso, ahora otro, sembrado de voces (las suyas, las que han
elegido el
habla fantasma que cuenta una historia, las de quienes la escuchan).
Del mismo
modo, y con el transcurso del tiempo, Robert L. fue devuelto a los
gestos y
costumbres de lo sólido. Caminar apacible. Comer sin angustia.
Poder volver al
silencio. Escribir un libro (uno solo, el único). Entrar
suavemente en el mar haciendo
muecas mientras una mujer pensaba: “No murió en el campo
de concentración”. b)
R.A.
Initials: la
herida y el fantasma. “Lo primero que se
manifestaba era un mundo rabiosamente erigido en contra de los vivos,
tranquilo
e indiferente ante la muerte” Robert Antelme, La especie humana. Es
muy significativo que varios de los libros que recogen testimonios
acerca de la vivencia de los presos de los campos de
concentración alemanes insistan en el cuestionamiento de la idea
de lo humano. Se questo è
un’uomo de Primo Levi es el título, tal vez,
más conocido. Sin embargo, el libro que escribió Robert
Antelme escapa también a la condicionalidad, al carácter
hipotético, del título de Levi y apunta hacia una
visión radical, devastadora, fúnebre. El título
del libro de Robert Antelme es L’espèce
humaine (La especie humana).
Este libro, de una sobriedad hiriente, trata de dar cuenta de la
fractura de la experiencia de lo humano recogida en un marco colectivo,
el de las condiciones de los presos (de Buchenwald y Gandersheim a
Dachau, en progresiva línea degradante), regidas por la
arbitrariedad salvaje de la estructura del campo. Es también un
libro que no suele hablar desde un yo, sino desde un ente plural, desde
un incierto (porque no es exactamente esa persona del verbo)
“nosotros”; un libro, por tanto, que no se acerca a los
otros sino que los incluye desde la propia posición de partida
del narrador, de la voz de Antelme, del testigo. Antelme no hace
diferencias entre las víctimas, asume como casi propias la
enfermedad y la muerte de los otros, su sufrimiento, como si todos los
presos que le acompañan fueran masa de un mismo cuerpo asolado y
arcilloso. Como si esa experiencia de segregación y brutalidad
diera lugar a una voz que extirpa lo individual o lo conserva solo en
tanto que accidente.
¿Se podría considerar
L’espèce humaine como un resto de ese habla torrencial e
incontenible del Robert L. moribundo, como una ordenación
cronológica de esa lengua asombrada? Cuenta Marguerite Duras que
Antelme, después de la aparición del libro, apenas
volvió a escribir y jamás habló nuevamente de los
campos de exterminio (salvo en intervenciones públicas y en
la prensa, cuando era requerido). Sin embargo, el libro sorprende
por su absoluta minuciosidad, por su fijación en el detalle, por
un cierto estado de hambre narrativa. Es un libro en que la memoria
acaudala y obra en defensa propia, empeñada en salvar las
apariencias, el detalle, lo mínimo, para construir un relato de
una experiencia increíble, pero no inefable, como se ha
pretendido a veces. Porque tal vez esa experiencia haya de ser solo
susceptible de ser relatada sin totalidad, desde el fragmento, y poner
orden al fragmento es lo que intenta Antelme, lo que hace en su libro.
Escribir vendría a ser una especie de operación de
rescate. La tarea del Antelme superviviente sería, entonces,
hablar de los que murieron, de quienes en ocasiones no conoció
más que un retazo, una escena en común, la forma de
sorber la sopa en la escudilla, el sitio del que llegaron. Lo humano. Lo humano es lo que resta. Lo que sustrae. Lo humano no suma. Lo humano devuelve. Nicho. Acéldama. Restamos lo humano y nos queda el fantasma. Expoliación y herida donde el cuerpo pudo delinear un trazo. En los campos de concentración, ese trazo se pierde: solo queda el fantasma. Fuimos. Ahora. Animales para otros. Sacrificados. Instrumentalizados. Racionales. Cuerpos que sirven. Animales quién. Todos. Zoón logikón. No sirven para nada. Si acaso, para saber cuánto puede un cuerpo, para qué sirve un cuerpo. Servir para servir. Un cuerpo humano, en el campo pocilga. Estar en una pocilga equivale a conocer el lenguaje de la imprecación y de la mierda, el lenguaje-cerdo, el lenguaje-sacrificio. El cerdo es el animal esencialmente nacido para morir, para ser despedazado y traducido en los pedazos que después serán consumidos o desechados. De igual modo, el hombre y la mujer deportados a los campos de concentración. El pelo de las mujeres, sus largas cabelleras cortadas y almacenadas cuidadosamente, contó Alain Resnais en Nuit et brouillard, servía para hacer tejido. La grasa de los cuerpos, para hacer jabón. Mezquino reciclaje que, tal vez, dice en su penumbra lo que nos sostiene, conduciéndonos al lugar del que pretendimos zafarnos. Robert Antelme, el testigo, también el comunista, quiso restaurar la herida, nombrándola. Salvar lo que resta. Lo que podría permanecer bajo, fuera, cabe, las relaciones sociales, si éstas fueran, acaso, justas. Pero en qué condiciones lo humano espesa, hace especie, si no es en la falta.
Dentro del campo, se produce una
exacerbación tal de los límites que hace que éstos
queden invertidos. Robert Antelme testifica, así, por
ejemplo, la existencia de un lenguaje distinto dentro y fuera de la
alambrada. En la escisión violenta entre esos dos lenguajes,
cobra fuerza, curiosamente, la demanda de la denotación (una
denotación fantasmática, en la medida en que no es sino
un recuerdo de la vida más allá de la alambrada) como
forma esencial de supervivencia: "un vagón que es vagón,
un caballo que es caballo, las nubes que vienen del Oeste, todas las
cosas que el SS no puede rechazar son soberanas..." Lo
tautológico, en su aparente simplicidad, se hace así
pieza de afirmación contra la violencia quirúrgica del
nazismo, contra la imposición de un lenguaje hecho de
órdenes, de imperativos. Sin embargo, esto no puede ser
sino una especie de estrategia para no sucumbir. De igual modo,
describe Antelme cómo los presos franceses se obligaban a hacer
ceremonias de identidad colectiva, una especie de reuniones en que se
recitaban poemas de memoria y se cantaban canciones, para salvar los
restos comunes de otro tiempo. Personas muy distintas, que tal vez
jamás se hubieran cruzado, trataban así, penosamente,
algunos muy débiles, sin voz apenas, de religar la vida del
afuera reuniéndose con algunos de sus posos. La vida
irrecuperable, de la que evitaban hablar, reducida así a lo
mínimo. Detrás de la catástrofe, detrás de
la herida, detrás de la costra: cortezas de lenguaje,
peladuras. Y, sin embargo, saber que existen: el modo de no caer.
La
negación absoluta: para los SS, los presos no son rostros, sino
cabezas. Cuentan cabezas y no rostros. No desean que los presos
existan. Quieren que existan solamente en cuanto cabezas.
¿Números, reses? Los presos, por otra parte, no quieren
ser reconocidos. Salir del anonimato podría significar, para
ellos, ser señalados, condenados, asesinados. De ahí que
la vida anterior, la identidad del individuo en cuanto individuo, no
sea relevante salvo como una especie de ancla fútil, olvidadiza.
De ahí también que la aparición de un espejo (un
trocito de cristal roto, recuperado por un preso) cause en los
demás una gran agitación. Antelme relata la escena.
Los presos se turnan para mirarse en el pedazo de espejo. Un objeto
común, que fuera del campo forma parte del mobiliario de la vida
diaria, dentro de él se vuelve una presencia insoportable:
sigifica, por una parte, el reencuentro con la propia soledad, pero
también con la diferencia que, detrás de la alambrada, ya
no existe. En palabras de Antelme, "ese trozo de cristal se
abría a un espejismo".
La
identidad, pues, será mostrada y repatriada como una
ficción y un salvoconducto peligroso. También como un
imposible. Se trata, por así decirlo, de franquear la
línea divisoria. En Dachau, ya enfermo, apartado de los otros en
una pequeña sala, Antelme conoce a un hombre, muy grave, con la
cabeza vendada por los golpes de fusil de los Kapos, que le explica que
había vivido en París, había sido periodista.
Cuando Antelme le pregunta su nombre, el hombre le contesta: “Eso
ya no tiene importancia”. Risa oxidada de lo humano.
Carestía.
ESO YA NO TIENE IMPORTANCIA. (Identidad.
Una escena familiar, hace algunos años. Que alguien muera.
Que alguien muera y pida perdón a su hijo ofendido. Que alguien
muera y pida perdón: eso ya no tiene importancia. Para el
ofendido, a quien la muerte del otro, del verdugo, no curará.
Para quien la muerte del verdugo no repara la herida, causada en la
sala de tortura. En cualquier sala de tortura: el amor o el encierro.
El padre y el hijo. Padre padrone. Padre insólitamente locuaz:
repite un nombre. Que alguien muera y repita un nombre que ya ha
perdido el contorno. Eso ya no tiene importancia. Padre. Nombre como
cualquier otro. Hijo. El del verdugo o el de su víctima. El del
amo o el del esclavo. Que el amo muera repitiendo el nombre del esclavo
hasta sangrar su misma herida. El padre ya ha muerto. El hijo,
epifánicamente desalumbrado por su nombre. Eso ya no tiene
importancia. La herida y el fantasma: estar vivos. Morir. Eso ya no
tiene importancia.)
ROBERT ANTELME. "De la Alemania nazi y los alemanes (Respuesta a Charles Eubé)"- 1946 (Nota: Robert Antelme escribió este texto para el número 3 de Les Vivants, revista publicada por deportados y presos del nazismo, en el año 1946, en respuesta a un texto del crítico literario Charles Eubé, a raíz de una polémica sobre la culpa alemana. El texto no volvió a aparecer hasta el año 200o en la revista francesa Lignes) El señor Eubé dice:
“el alemán…”, y de este modo retira toda
posibilidad de mantener un diálogo, o de responder a las
injurias, que hieren más por su franqueza que por su rigor, a
causa del riesgo de agravarlas todavía más, de abrir un
lugar peligroso, el de una especie de pereza de pensar los problemas
que redundaría a favor de la pasión.
Yo creía haber derribado una puerta abierta distinguiendo a los “culpables”, que deben ser juzgados (y he de precisar que se trata de los SS y, en general, de los nazis, junto a algunos otros casos), de los otros alemanes, que tienen, en cuanto ciudadanos, una “responsabilidad” política, y están obligados a la reparación de los daños y a justificar las garantías de seguridad de las que ahora nos debemos rodear, pero que no son merecedores de un “castigo”. El señor Eubé quiere, por contra, condenar al “alemán” en sí. ¿Cómo puede olvidarse, cuando escribe: “El alemán siempre sabe encontrar en los otros lo que no tiene en sí mismo”, de que son esta clase de proposiciones las que formulaban los nazis a propósito de los judíos? ¿Cómo no tiene en cuenta que entre 1933 y 1939 miles y miles de alemanes, que luchaban contra Hitler, murieron en los campos, víctimas de igual modo que las nuestras? ¿No admitirá entonces que los alemanes que han podido salir de los campos representan a los que fueron sacrificados, del mismo modo que los de las demás naciones europeas? ¿Constatará así la existencia de un antifascismo alemán? Y si las luchas tienen un sentido, ¿puede negarse a la lógica de que las víctimas sean solidarias entre sí? Si se afirma, al contrario, que el fascismo da cuenta de la personalidad total de Alemania, que nada alemán puede escapar o quedar al margen del mal fascista, hay que ir entonces al límite de esa lógica: ir hacia la exterminación o, al menos, hacia la afirmación-es necesario decirlo- de que Alemania está definitivamente cerrada a la humanidad; la afirmación de que la humanidad no teme el deshonor de reconocerse incapaz de atacar al espíritu del fascismo; y, así, herirnos a nosotros mismos, pues decir “el alemán” conduce a decir “el español” a causa de Franco, y el “francés” a causa del campo de Vernet. Pero la historia contradice esta lógica que es propiamente la del fascismo. Y si me quiere acusar de “idealismo”, respondo que es más bien dentro de esta forma de esquematizar donde yo lo iría a buscar. Porque es la realidad la que nos dice que existen alemanes muertos en combate contra Hitler. Es la realidad la que nos dice que los campos son el producto natural del fascismo, llevado en Alemania a su grado más alto de perfección. Camus escribió: “Esta victoria debe ser la victoria de una ideología”. Benès dijo recientemente: “Hay que llegar a una transformación espiritual de Alemania; eso requerirá unos treinta años.” Esas son las verdaderas perspectivas: no vemos otras mejores. Piden la paciencia, la vigilancia y el coraje intelectual que exluyen la solución demasiado perezosa del esquema de la “Alemania eterna”. No depende más que de nosotros que exista un porvenir alemán. Y porque debe existir ese porvenir, es necesario que lo pensemos. Si nos empeñamos en asociar Alemania y el mal, corremos el riesgo de fabricar un mal alemán y de devolver a la vida los puntos de vista del nazismo. Y como, por suerte, no estamos solos en esto, seguramente no faltarán quienes desarrollen la falsa antítesis de la “buena Alemania”. No hay ni una“buena Alemania” ni una“mala Alemania”. Pensar así, sea inconscientemente o de manera calculada, es dormirse sobre un problema sobre el cual debemos, al contrario, no cesar de velar. Esencialmente hay que disuadir y destruir toda perspectiva nazi, por una doble política de desnazificación real y de apoyo de los auténticos elementos democráticos. Si no aceptamos esta posición, corremos el riesgo de arruinar tanto a Alemania como a la humanidad. No creo que respondiendo así haya caído en el idealismo, sino que, al contrario, sin pretensión y con una necesaria confianza en lo que digo, he testificado desde la simple lucidez. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS ANTELME, Robert, La especie humana. Traducción de Trinidad Richelet. Madrid: Arena Libros, 2001. DURAS, Marguerite, El dolor. Traducción de Clara Janés. Barcelona: Plaza y Janés, 1985. Lignes. 2000. Nº 3, Paris: Éditions Léo Scheer. ISSN: 0988-5226 |