Hoch (una carta)
LAIA LÓPEZ MANRIQUE Barcelona, casi
diciembre
La cercanía del invierno no me sienta bien porque el frío me ataca intensamente a los nervios. Estos días leo a autores de filosofía para sentir que, de algún modo, estoy en otra parte: Bourdieu, Althusser, Arendt, Baudrillard. Había olvidado por completo que existe placer intelectual sin literatura. Abstrayéndolo así, el frío se traspasa hacia el adentro de los huesos, y la médula impone la templanza como una vieja, agonística y al fin derrotada propiedad de la sangre. Podría hablarte del deseo, pero prefiero hablar de otras cosas.Durante los últimos meses he conocido a algunas personas y he reencontrado a otras, y en todas ellas he percibido algo que llamaré la búsqueda, amansada, obsesiva o rara, como un barniz prefijado en el fondo, un contrachapado bajo la lengua o la conversación naciente: una especie de compulsión. Y me pregunto siempre, siempre, ¿qué buscamos nosotras, a las que tú llamas así, “nosotras”, “las privilegiadas”? ¿Lo somos? Quisiera creer que sí. Pero no sé contestar a eso, no sé hacerlo, por mucho que piense y experimente al respecto. En particular quería hablarte de una de las chicas a las que conocí hace poco, mi elegida, la mejor de todas, a la que llamaré Hoch. ¿Quién es Hoch? Alguien a quien vi una vez por la calle, esperando en la boca del metro de la plaza Universidad a otra persona. Los ojos y el pelo oscuros, las pestañas y el vestido largos, el gesto levemente desvaído, la densidad aparente de la pose; la boca, la boca por encima de todo, la boca. A menudo basta con un rostro y su ¿aura? para medir a un auténtico personaje. Hoch y yo nos miramos a distancia durante un rato. Mi mirada es firme y sostenida y ella supo, supo, sin duda...pero espera, ¿es que saben algo los personajes? Aquietados, se supone que ignoran... Salvo que Hoch no era un personaje cualquiera, porque también era autora de su propia historia. Pero eso yo aún no lo sabía... Porque ésa fue la primera vez que tuve noticia de su existencia. ¿La primera vez? No, no: yo ya la conocía en realidad. Sabía que tenía que localizarla en algún lado, y sabía, también, que volvería a encontrarla. Entonces, lo que hice fue buscar el referente, y dar con él. Encontré, pues, la dirección de Hoch- no viene al caso explicar de qué forma- y le escribí. Inventé a alguien en común, una posible coincidencia que sabía que era falsa, y ella me hizo ver que creía que era, indudablemente, cierta. “Sí, sí, por supuesto”: el fantástico, hiperbólico, impagable disimulo. “Nos veremos algún día, una amiga me ha dicho que le gusta lo que escribes”, ¡una amiga me ha dicho! “Claro, cuando tú quieras. Si te apetece, este martes voy a ver una actuación en la sala Elipsis”. “Tal vez me pase”. “Estupendo”. Aquel martes yo fui a la sala Elipsis como tenía pensado, sabiendo que Hoch haría acto de presencia, previsiblemente tarde, previsiblemente acompañada, y que entraría al local con paso casi imperceptible, colocándose en una esquina, en el ángulo de visión más apropiado para mi soslayo. Yo estaba de pie al fondo de la sala cuando ella entró. La miré de reojo y entonces, ¿podrías creer lo que pasó entonces? Un chico que también había ido a ver la actuación se aproximó a saludarme, estuvimos hablando, y en el impás que medió en nuestra breve conversación Hoch ya había desaparecido. Te preguntarás cómo era posible que Hoch desapareciera tan rápidamente, y sin embargo que eso sucediera era lo más probable desde un punto de vista...realista, ¡perder al referente! ¿Me decepcioné? ¡No lo sé!; solo recuerdo que pensé en las múltiples opciones, y una de ellas era la que, en efecto, se dio: a la salida de la actuación divisé a Hoch en el bar colindante, casi puerta con puerta con la sala, sentada en una terraza, fumando y hablando con las personas que la habían acompañado. Ella me vio y yo la vi, sesgadamente nos vimos ambas, y decidí colocarme justo en el lugar idóneo, esquinado, para favorecer su propia, privada, perspectiva. Porque entonces yo ya supe que Hoch, mi querida Hoch, tal y como sospechaba, además de mi personaje, era también mi observadora. Qué extraña satisfacción me produjo ese hecho...La dejé mirar durante un rato, al menos media hora, sin ir a saludarla, mientras yo terminaba de hablar con alguna conocida, y después avancé con paso ligero hacia el bar que hay en la acera de enfrente, donde me apresuré en quedar con unos amigos, vecinos del barrio, para favorecer aún más el juego de espejos. En el bar al que fui también yo estuve en la terraza, hablando y esperando a que Hoch abandonara su puesto de vigilancia, súbitamente alterado; ella estaba ya de espaldas a mí, no podía saber cuál era mi posición entonces, y cabía la posibilidad de que pasara por delante de la terraza para acercarse a la parada del autobús o irse a su casa andando. Pero lo que sucedió fue aún más rocambolesco e improvisado; Hoch cruzó, efectivamente, el paso de cebra cabizbaja, mirando hacia el suelo (esa vez no me vio, no pudo verme), caminó unos cuantos pasos, recta, por la acera y justo en la terraza contigua a la parada del bus alguien la llamó (“¡Hoch!, ¿qué haces aquí?”, ¿puedes oírlo?), y ella se paró, besó a unas chicas y tomó, amablemente, asiento. Ah, entonces... yo estuve, entre divertida y fascinada, observando a Hoch, que no parecía atender demasiado a la conversación de su mesa; miraba alternativamente a las chicas y al teléfono. Después mis amigos me propusieron ir a cenar y yo abandoné, de momento, el juego. Por lo general me molestan las interrupciones, pero ya estaba (o estábamos) pensando en el próximo movimiento. Y lo hubo. Al día siguiente por la mañana recibí un mensaje de Hoch: “Me pareció verte ayer en la sala Elipsis, pero tuve que salir temprano, mi amiga U estaba muy alterada y prefería sentarse y hablar, espero que nos veamos pronto.” “Claro, si quieres quedamos esta misma semana.” “El sábado por la tarde no tengo planes”. “Veámonos entonces”. Parecía todo perfecto (¿perfecto para qué?): la fingida disculpa, la ansiedad de la cita, las miradas perfectamente atentas de cada una hacia la otra en la distancia, estudiada también su no coincidencia en el tiempo. Al personaje que yo era le parecía sentir ya bajo sus labios rojos los (también) rojos labios de Hoch, dado que era la boca, la boca, lo que había subrayado la narradora de ella: el estremecimiento de besar esa boca sin moderación, verdaderamente acariciada, deseada, mordida. Pero hay seres a los cuales la realidad les está vetada, y Hoch es uno de ellos. Actriz, personaje, autora y voyeuse, pero jamás persona más que en un sentido lábil, impreciso, del término, ¿tal vez como el yo que se oculta tras esta carta? Podría ser. Y podría igualmente la narradora contarte lo que sucedió aquel sábado por la tarde y noche, ¿extensible?, ¿fácil?, ¿complejo?, ¿nutrido? Mi/nuestra torpe, ágil, tierna y deliciosa Hoch, ¿qué más podrían decir de ti las palabras? Nada se sabe: y decir, evocar, sería tan injusto... ¿Quién era Hoch? Ni siquiera ahora lo sé, ¿lo averiguaré algún día? Me parece estar aún viéndola como la primera vez, junto a la escalera del metro de la plaza Universidad, ¿puedes tú intuirla? Parece tan manida la remisión a la imagen inicial, el instante en que se desencadena el contacto, y sin embargo, tantas, tantas veces esa recurrencia nos ¿salva? Sí, amiga, como bien dices hemos creído olvidar aquel otro encuentro de hace unos meses en lo que tú llamas “la ciudad de paso”, aunque yo misma recuerdo con claridad la sonrisa que mencionas haber visto destellar en mí. Hemos vivido extraños cruces de caminos; algún día tal vez la esfinge se esfuerce en revelarnos cuál era el acertijo. |